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Fue
precioso. Una maravilla de rigor científico. Con su cara de pasa
de uva de Almería, María Teresa Fernández de la Vega salió a eso
a lo que ahora todo el mundo sale, a la palestra, y proclamó
solemnemente:
-Perdonen, es que no nos habíamos dado cuenta. Pero tengo que
decirles que el valenciano es ¡igualito, igualito, igualito que
el catalán! Vamos, que no puede haber dos cosas más iguales.
¡Idénticos! Dos gotas de agua son la noche y el día al lado de
lo que se parecen el valenciano y el catalán. ¿Qué digo
parecerse? ¡Como que son lo mismo!
No habré, pues, de ser menos que la vicepresidenta. A cesión
ante el chantaje de los republicanos separatistas o a camisas de
once varas de medir la lingüística con el oportunismo político
no hay quien me gane. Yo ya sabía que eso del valenciano es un
mote que le tienen puesto al catalán al sur de Tortosa. Yo ya
sabía que Carod y la comunidad científico-lingüística estabulada
en los pesebres de la Generalidad tenían toda la razón. Si
visitan mi modesta biblioteca y miran el anaquel de literatura
en otras lenguas peninsulares, junto al galaico «Catecismo do
Labrego» hallarán un libro cuyo lomo retitulé hace mucho tiempo,
etiquetándolo con un adhesivo. Se trata del famoso «Tirant lo
Blaugrana», obra cumbre de la literatura universal, que cuatro
catetos conocen equivocada e interesadamente como «Tirant lo
Blanc», por el color de la camiseta del Valencia, claro. Cuando
en la Universidad de Princeton descubrieron ya que ese Tirant lo
Blaugrana es más catalán que la cruz de San Jorge que acaba de
rechazar Albert Boadella.
Estoy muy agradecido a este Gobierno que sabe tanto de
lingüística y que mandó a los albañiles a Ferdinand de Saussure.
Su proclamación sobre la lengua valenciana ha confirmado todas
mis sospechas. Yo ya sabía que no hay nada más catalán que las
Fallas. Las famosas Fallas de Barcelona. Catalanas por los
cuatro costados por los que arden en la noche de San José. Como
es completamente catalán el Tribunal de las Aguas, que se reúne,
como es sabido, en el atrio de la Catedral de Gerona y habla un
catalán, vamos, que ni Pompeu Fabra con negra blusa huertana.
Menos mal que este Gobierno hace también justicia a la paella, a
la famosa paella catalana, que cuatro chuflas de horchata de
chufa habían hecho creer al mundo que era valenciana.
Y hecho este descubrimiento lingüístico universal, pienso que el
Gobierno no debe pararse en barras, en barras del Reino de
Aragón usurpadas por la bandera catalana, ni quedarse entre el
Ebro y el Turia. El mundo entero está pendiente de sus
hallazgos. El problema energético mundial podrá solucionarse el
día que Fernández de la Vega anuncie que el gasoil y la gasolina
son una y la misma cosa. Nuestras relaciones con los Estados
Unidos quedarán plenamente normalizadas cuando proclame que la
Coca Cola y la Pepsi Cola son como el valenciano y el catalán:
¡igualitas, igualitas, igualitas! El comodísimo igualitarismo
debe llegar a todos los ámbitos de la cultura, de la economía,
de la sociedad. Picasso y Dalí son lo mismo, como son lo mismo
Murillo y Velázquez, BBVA y SCH, Roma y Cartago, Julio Iglesias
y Alejandro Sanz, Lutero y Torquemada, Joselito y Belmonte, Sony
y Grundig, Cánovas y Sagasta, Zara y Loewe, Sevilla y Betis,
Fanta Limón y Fanta Naranja, Vega Sicilia y Don Simón, Chinchón
y Cazalla, turista y preferente, gambas y langostinos, Enrique
Ponce y El Bombero Torero.
Y, si se pone, hasta podrá este Gobierno cambiar el lema que
Rodríguez Ibarra ha escrito en las vallas publicitarias de su
Junta extremeña: «No seas cateto. Ven a la tierra donde resulta
que los valencianos hablaban catalán, y ellos sin saberlo».
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