ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


El chikichiki no enciende mecheros

EN un teatro a oscuras, antes de que comenzara la representación, me he acordado de cuando nosotros los de entonces éramos los mismos y encendíamos mecheros, como llamas votivas, como velas de promesa, como en una sentada e inmóvil procesión civil, cuando estábamos escuchando a un artista que nos iba diciendo una canción cuyos solos primeros compases aplaudíamos, porque nos emocionaba, porque sus palabras expresaban lo que todos sentíamos y muy pocos se atrevían a decir. Recitales de los cantautores, organizados por unos locos de actividades culturales del colegio mayor, de la facultad, o por un cura comprometido que tenía el pretexto legal de una obra social. Aquellos mecheros encendidos eran como llamitas de esperanza por lo que había de venir en una época en que los versos de las canciones eran como pancartas o proclamas: «A cabalgar hasta enterrarlos en el mar», «Tiene que llover a cántaros», «María, coge la rienda de la autonomía»... Era algo más que la murga de los currelantes. Hasta que estuve en el escenario de un teatro a oscuras no supe lo que, vistos desde las tablas, podían significar para el artista aquellos mecheros encendidos, aunque nosotros, desde el patio de butacas, no lo sabíamos entonces. Desde el escenario, alumbrado por los focos, deslumbrado por las candilejas, el artista contempla sólo un enorme agujero negro, donde intuye que está el público, los que han venido a oír sus palabras. Pero no puede distinguir ni butacas ni platea, ni anfiteatro ni paraíso. Sólo cuando se enciende una luz, una única luz, una luz potente e intensa, puede divisar algún punto en aquel inmenso agujero negro. Alguna vida en aquel magma como galáctico de un universo sin sol. ¡Qué de cosas le dirían los mecheros encendidos a los artistas que nos emocionaban con sus palabras, a los cantantes que le ponían su voz a los versos que todos sentíamos!

Pienso en los cantantes de todo un capítulo de la historia de España, en Luis Llach, en nuestro recordado Carlos Cano, en Serrat, en Hilario Camacho, en María del Mar Bonet, en Pi de la Serra, sobre todo en Paco Ibáñez. ¡Cuánta poesía española clásica y contemporánea comunicaron con sus canciones! Poesía en sentido estricto, como es el caso de Carlos Cano, que le puso música a muchos poemas arábigo-andaluces o a qasidas del olvido de García Lorca. O como, símbolo de toda una época, hizo Paco Ibáñez, el juglar que con su obra nos acercó a poetas entonces malditos y poco menos que inaccesibles en sus versos, como Miguel Hernández, Alberti, Cernuda, León Felipe. O a coetáneos cuyos versos lograron la universalidad del conocimiento gracias al mester de juglaría del cantor Ibáñez, como José Agustín Goytisolo, Gabriel Celaya o Gloria Fuertes, a quien siempre, en los discos de culto que teníamos en casa, era como si estuviéramos oyendo en el Olympia de París, templo simbólico de las libertades con que soñábamos.

Como ya casi todos nos hemos quitado del tabaco, no se encienden mecheros cuando en un teatro de sueños se cantan coplas que nos emocionan, porque desgranan nuestros sueños. No hay mecheros que encender porque tampoco hay cantantes que reciten nuestras esperanzas en la melodía que le han puesto a los versos de un poema de Miguel Hernández. Han querido que «Andaluces de Jaén», cantado por Ibáñez, sea el himno del Santo Reino, en esta España cuyo himno nacional no tiene letra. No estamos para himnos ni para mecheros, porque el futuro no es lo que iba a ser y las canciones que ahora entusiasman, qué barbaridad, son el breinkindán, el cruzaíto, el maiquelyacson y el robocop. En la España del chikichiki, ¿quién va a encender, emocionado, un mechero en la oscuridad de un teatro? Los hijos y nietos de los que encendían mecheros cuando cantaba Paco Ibáñez saltan y brincan en la oscuridad de la discoteca. De los versos para Julia de Goytisolo hemos pasado a la cantinela de «lo bailan en la cárcel, lo bailan en la escuela,/ lo baila mi madre y también mi abuela». ¿Seguro que lo baila tu madre y lo baila tu abuela? Tu madre y tu abuela, cuando lo oigan, seguro que te dicen, porque se acuerda de sus sueños, que hay que galopar, hasta enterrarlos en el mar...

 

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