ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


El caballo de Doña María

COMO una flor de bronce que ayer abriera en los arriates de la plaza de los toros que vieron salir en hombros a tantos toreros, ya debe de estar plantado delante de la puerta de la casa de la Maestranza el monumento de Doña María. Se escribe S.A.R. Doña María de las Mercedes de Borbón Dos Sicilias y Orleáns, Condesa de Barcelona, pero en Sevilla se pronuncia sencillamente Doña María. Quitamos lo de Mercedes para no hacernos un lío de reinas mientras el romance pregunta por qué te vas de Sevilla. A Doña María nunca tuvo que preguntarle el romance por qué te vas de Sevilla. Nunca se fue. Ni cuando con toda dignidad y majestad estaba desterrada en Estoril se olvidó de su Sevilla. Hasta el retablo de azulejos con la salida de las carretas de Triana que estaba en el Puesto de Fernando de la Glorieta de Eritaña mandó colocar a la entrada de «Villa Giralda». Aquella «Villa Giralda» donde no faltaban ni tortas de la Castilleja de su colegio de las Irlandesas, ni yemas de San Leandro, que llevaban sevillanos fieles que estaban de semana: José María Medina, el Duque de Alcalá, Pablo Atienza, José Acedo. En aquellos tiempos de proscripción de la Monarquía había juanistas, partidarios de Don Juan de Borbón, que, además, eran maristas: partidarios de Doña María. Cuando Don Juan abdicó de sus derechos dinásticos, los juanistas, en su fidelidad a la Corona, se hicieron juancarlistas. Para los maristas no hubo ningún problema de lealtades. Seguimos siendo maristas, partidarios de Doña María, como la mejor y más sevillana forma de ser juancarlistas: por la parte del «viva la mare que te parió».

No tuve ocasión de ir a Estoril en aquellos viajes clandestinos del día de San Juan, cuando los monárquicos españoles rendían anual tributo de lealtad a Don Juan III. Mas no quise dejar de conocer una deshabitada y cerrada «Villa Giralda» cuando ya estaba restaurada la Monarquía por el augusto hijo de Doña María. Fui con mi compadre Alfonso Ussía, en vísperas de embarcarnos en Lisboa en el «J.J.Sister» con Miguel de la Cuadra Salcedo, camino de las Antillas. Fue como un silencioso homenaje tardío a tanta majestad como se derrochó en servicio a España desde aquel como modestito chalé, al que llegamos y en cuyas rejas rezamos un padrenuestro por el que fue nuestro Rey. Sí, chalecito, y sevillano: fue la impresión que me dio «Villa Giralda». Un chalé no de La Palmera, sino del Sector Sur. Sevillanísimo. Un chalé como para que tuviera en la puerta al mecánico esperando con el coche para llevar a la señora al centro, a comprar unas telas para la modista en Ellima o a misa en El Salvador.

Miro ahora el caballo de bronce, este «Vive le Roi» que con la color de su bronce siempre estará escribiendo el proscrito acrónimo de entonces, el V.E.R.D.E. (Viva El Rey De España), y veo de golpe todos estos recuerdos. Doña María de colegiala de las Irlandesas, cuando su padre el Infante Don Carlos era capitán general en el palacete militar de La Gavidia. Doña María de mocita en el chalé de La Palmera de las coplas del Pali, cuando la Familia se tuvo que ir al destierro. Doña María de bodas con Don Juan, en aquel nupcial mitin monárquico que se dio en Roma en plena República. O Doña María desterrada por Europa, hasta llegar a la Sevilla soñada que se inventó en su chalecito de Estoril con azulejos trianeros. Y veo también a la cercana y más reciente Doña María del palco real de la plaza de los toros, colgado con las armas reales las tardes que toreaba su Curro de su alma, con el ramo de romero en la mano y, luego, tras la corrida, si la tarde había sido de almohadillas, la casi maternal regañina, como las que me pegaba a mí con sus tarjetones de letra picuda cuando no le gustaba un artículo:

—Curro, Curro, cuántos disgustos nos das...

O la Doña María aficionadísima, que cogía a Menchu Tablantes, se metía en carretera y se iba hasta a las plazas portátiles, si le habían hablado bien de un novillero. O la Doña María de la oración ante el Señor de Pasión y, luego, sus ostras y su Solera 1847 a que la convidaba Eduardo León Manjòn en la terraza de La Alicantina. Veo mucha Sevilla, pero también mucha España, mucho dolor y renuncias en el servicio a España, cuando contemplo que Doña María está, tan Condesa de París, tan Villamanrique, tan Infanta Doña Luisa, tan reinona nuestra de amazona, plantada con su caballo de bronce delante de la plaza de los toros.

 

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