ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


Las calesitas del Tardón

CAE la tarde por Coca de la Piñera, por la Trocha de Castilleja. El amarillo camión de riegos y baldeos está limpiando los malos olores de pescado en la plaza de abastos del Tardón. Pasa sin alarido de sirenas una ambulancia camino del Hospital Infanta Luisa. Las palomas blancas, en este arrabal tan de la Blanca Paloma, se refrescan en la fuente. Calor antigua por la calle San Jacinto, por la esquina de Santa Cecilia, por la Ronda de Triana. Calor de trasvelá en los bloques del Tardón. Los azulejos del nombre de la plaza, San Martín de Porres, me hacen recordar a un dominico, el padre Bienvenido Arenas. Martín de Porres, Fray Escoba. El de aquella escobilla milagrosa que las trianeras llevaban en su monedero para que nunca les faltaran las perras, como un San Pancracio de bolsillo, sin perejil y pasado por Lipassam. Hasta que el padre Bienvenido Arenas llegó al convento de San Jacinto, nadie en Triana sabía quién era aquel santo mulatón dominico de la escoba. Pero el fraile de la Orden de Predicadores se subió al púlpito de los triduos y quinarios de las cofradías y luego al de los micrófonos de Radio Sevilla, y la ciudad entera se enteró de quién era el entonces Beato Martín de Porres, y al que dedicaron esta plaza, cuando El Tardón estaba como acabadito de salir del perol de la freiduría de Enrique el de los pavías.

Y en la plaza de Fray Escoba, cuando las de Lipassam le hacen la competencia, delante del ambulatorio, en la primera esquina del Barrio León, por donde estaba la cochera de los tranvías y el almacén del aceite Teresa, desde hace cincuenta años está plantado un monumento vivo de la memoria de los niños de Triana: las calesitas de León.

Son las 8 de la tarde. El tío de las calesitas le acaba de quitar a su atracción de feria las lonas que la cubren, del color calle Pureza de los capirotes de la Esperanza. Hace cincuenta años que todas las tardes enciende estas luces de colorines, les quita el polvo a los bancos de las esquinas, donde los padres ven pasar a los niños girando una y otra vez sobre la miniatura del coche de Fernando Alonso, sobre los vieneses caballos del subibaja del carrusel. Llegan los primeros niños. El uno se monta en el coche de bomberos y toca la campana. El otro, en el amarillo coche de caballos, como arrancado de una parada antigua. Suena ahora el largo silbido. Como un latido humano, empieza el chucuchucu de la maquinaria bajo del mágico círculo de los cacharritos. Las calesitas las siguen llamando en Triana. El baby le llama, con jerga de feriantes, su prodigioso dueño, este vendedor de sueños infantiles por 2 euros una vuelta y 5 el abono de tres. Su abuelo y su padre estaban ya en el negocio. Tenían volaores y calesitas en la Plaza de Anita y por el Hotel Guitarra. Su padre le compró a Navarro y a Toledo los dos cacharritos que ponían en El Prado, todo el año, delante de la estación de autobuses, donde el Puesto de los Niños y la Pila del Pato, donde ahora están los Juzgados. De allí vienen muchos de estos coches, como la amarilla manola de caballos, qué preciosidad de miniatura, o el carrusel de mecánicos alazanes que suben y bajan con risas de niños en su montura.

Los niños que se subieron a estos cacharritos cuando todo esto era casi un descampado hasta el Barrio Voluntad traen ahora a sus hijos a subirse en el autobús del ratón Mickey, en la lancha como un antiguo deslizador del Náutico de Punta Umbría. Los que fueron niños vuelven a serlo viendo otras sonrisas en los ojos de su misma sangre. Como un reloj por el que no pasara el tiempo, las calesitas del Tardón giran y giran, acompasadamente, como el tic tac del corazón de la memoria, en cuanto estas tardes de calorina y flama dan las 9 y viene la primera fresquita con la marea del río. Giran las calesitas como agujas de un reloj por el que el tiempo no pasa. El tío de los cacharritos del Tardón no lleva aquí cincuenta años. Acaba de llegar, y está en El Prado. Somos nosotros los que vamos montados en esa miniatura de coche de bomberos, tocando la campana. No vemos a estos niños de esta tarde de calor y ternura. Como en un espejo sin tiempo, nos vemos a nosotros mismos, en esa vieja y familiar fotografía amarilla guardada en la lata de carne de membrillo, que ahora toma el color de nuestro tiempo cuando con el teléfono móvil hacemos el retrato del niño, tan contento en los cacharritos.

 

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