ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


El humanista del tanatorio

HAY un autor sevillano ya fallecido cuyo nombre aparece en ABC todos los días. Es el autor fallecido más citado en letras de molde. No hay día en que su nombre no salga. Más que Cervantes. Más que Cernuda. Es el gran humanista sevillano contemporáneo Miguel Romero Martínez (1888-1957).

—Pues no me suena su nombre de las páginas de Cultura.

—No, no es ahí donde aparece. Sale todos los días, pero en las esquelas.

—Ah, ya: que sus herederos lo recuerdan tanto que encargan muchos funerales por su alma y le ponen muchas esquelas al hombre...

No: que el Ayuntamiento le dedicó, con toda justicia, una calle. Bueno, con toda justicia exactamente, no; con cuarto y mitad de justicia, mal despachadita. Porque a tan gran latinista, traductor de los clásicos y los contemporáneos, a tan gran poeta del grupo de la revista «Grecia», le pusieron, sí, una calle. Pero al final de San Jerónimo, donde acaba el término municipal. Haga usted la mejor traducción de las odas de Horacio o de los epigramas de Marcial; edite y prologue las «Tardes del Alcázar» de Juan de Robles; traduzca y dé a conocer en España la obra poética de Leopardi para que, tras su muerte, le pongan una calle donde San Jerónimo perdió la piedra con que lo retrató Torrigiano.

Miguel Romero Martínez, a quien la vida no le favoreció nada, pues las pasó negras y canutas en la ciudad de la postguerra, a quien Sevilla le escatimó los méritos en vida, tuvo sin embargo la suerte de que en esa perdida calle de San Jerónimo instalase Servisa su tanatorio. Por descontado que hay vida después de la muerte. Nuestro olvidado humanista, de momento, recobra la vida tras cada muerte que se anuncia en una esquela: «Ruegan encomienden su alma a Dios Nuestro Señor y asistan al responso corpore insepulto que por su eterno descanso tendrá lugar hoy, a las trece horas, en la capilla del tanatorio Servisa (calle Miguel Romero Martínez nº 2)». En una página de esquelas medio buenecita de ABC puede que el nombre de Miguel Romero Martínez venga tres o cuatro veces.

Quien primero me habló de Miguel Romero Martínez fue Manuel Mantero, que me elogió sus traducciones de Leopardi. Luego otro Manuel de nuestras manuelinas letras, Ferrand, me ponderó entusiasmado su figura de humanista perseguido y preterido por la dictadura. Si mal no recuerdo, Romero Martínez se tuvo que ganar las habichuelas como profesor de Humanidades, y Ferrand lo había tenido de maestro en el Bachillerato. Fue el destierro interior del gran humanista, al que no le tocó ni la chochona en la tómbola de exaltación de los intelectuales exiliados, porque en vez de huir a Argentina o México a darse la gran vida con el oro de Moscú, como Alberti y como tantos, tuvo las agallas de permanecer en España como perdedor de la guerra incivil. Fue una mijita de Plutarco con respecto a Romero Murube: vidas paralelas. ¿Qué hubieran sido los dos Romeros, Romero Murube y Romero Martínez de cómodos exiliados en México, jaleados internacionalmente por los aparatos de propaganda cultural de la Komintern, en vez de tener que estar aquí en la triste Sevilla de postguerra, tragando quina de la dictadura? Lo de Romero Martínez fue mala suerte. Había ganado las oposiciones universitarias a cátedra de Latín en Madrid, pero en julio de 1936. Estalló la guerra, los nacionales le quitaron la cátedra y, postergado, se las tuvo que buscar como pudo, con sus clases, sus traducciones, sus ediciones. En el silencio del destierro interior de su biblioteca. En plena calle Sierpes, además, en los altos de Auto Ibérica. Simbólicamente, en la vanguardia del único edificio racionalista de toda la calle. Sólo andando el tiempo, su sobrino el profesor don Manuel Romero Gómez publicó en 1979 su biografía y antología, a modo de homenaje. Hace poco el Ateneo lo ha recordado con el facsímil de su traducción de «Interior» de Maeterlink, resaltando cómo lo elogió Izquierdo y cómo formó parte del grupo vanguardista del Pasillo de los Chiflados de la docta casa. O se le ha hecho justicia al historiar a los poetas de la revista «Grecia», resaltando que fue el primer escritor que usó la voz «vanguardia» en su sentido literario, en 1919. El Ayuntamiento hizo la ruta cultural del cementerio, pero Servisa se le adelantó y es más tenaz. Con las señas de la calle donde está su tanatorio hace la ruta cultural diaria de las esquelas, recordando al gran humanista sevillano.

 

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