ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


Lele, empresario de la felicidad

Ahora que se nos ha ido Rafael Álvarez Colunga, cuando escuchemos a alguien quejarse de que en Sevilla no hay sociedad civil, sabremos por qué: porque ya no está Tito Lele, como le decíamos quienes nos honrábamos con ser sus sobrinos honorarios. Cuando Álvaro Ybarra le entregó el VI Premio ABC a la Trayectoria Empresarial, dijo que Álvarez Colunga era un empresario atípico e inclasificable. Lógico. Lele era bastante más que lo que se entiende por un empresario: era como un hombre-orquesta de la sociedad civil, que llevara en su bombo y en su trompeta, en sus cascabeles de los enganches y en la guitarra de sus amigos los flamencos todos los resortes, la iniciativa, el coraje, la capacidad emprendedora. En una sociedad de encefalograma plano, era un innato animador económico y cultural. Un humanista de la iniciativa en la sociedad civil. Lo mismo creaba una Academia de Ciencias Sociales que una Exhibición de Enganches; un acto de Exaltación de la Saeta que una asociación Adelpha para salvar el patrimonio monumental de Sevilla; una patronal democrática que una tertulia gastronómica El Alcaucil; una Fundación Avenzoar de boticarios que una Fundación Mairena de flamencos. Y todo ello sin darse la menor importancia y sin dejar de ser sobre todo farmacéutico con botica, a mucha honra, y dirigente de los empresarios. La transformación de las secciones económicas de los sindicatos verticales en patronal de la democracia, en la CEA, hubiera sido otra cosa sin la iniciativa de Lele. Que era en aquellos años de la transición de algo escaso que entonces se buscaba, como ahora la sociedad civil: de la llamada «derecha civilizada». Tan civilizada, que si Lele no se apuntó al Partido Comunista, poco le faltó. Y le dejó al PCE, gratis total, un piso en María Auxiliadora, junto a su botica, para que pusiera la primera sede, cuando acababan de legalizarlo y nadie quería saber nada de los de la hoz y el martillo. Y sin presumir de liberal. Siéndolo.

¿Un precursor? Ya lo creo. Pero no de una, sino de mil cosas. Y sobre todo, un hombre que era feliz haciendo felices a los demás y ayudándonos. No creo que el más veterano remolcador del muelle echara tantos cables como Lele echó a lo largo de su vida. Pero no sólo a sus amigos: a todo el mundo. El último no ha llegado a echarlo. Cuando se supo que Asenjo Pelegrina venía desde Córdoba como arzobispo coadjutor, Lele dijo a sus amigos no sé en cuál de las sedes de su filantropía, si en la barra de Trifón o en el comedor de Becerrita:

—A este hombre tendremos que enseñarlo, ¿no?

Sí, así era Lele: como un masón sin logia, como un misionero sin Domund, como un cooperante sin ONG, siempre dispuesto a apuntarse a un bombardeo, si era para hacer fuego de contrabatería a las dificultades, para lograr la felicidad ajena. Y orgulloso de haber ayudado a muchos y a mucho, pero, sobre todo, de haber parado la destrucción de Sevilla con Ignacio Segorbe y con Adelpha. Y sin que nunca nadie le viera una mala cara. Siempre con su sonrisa de sesión continua, mañana, tarde, noche y madrugada. Hasta el punto que dije una vez que la cara de Lele era la mejor propaganda de las oportunidades de inversión en Andalucía. Si el presidente de los empresarios tenía esa cara, imagen perfecta y perenne de felicidad, esto tenía que ser económicamente Jauja. Y añadí que regalaban un viaje a Cancún, todo pagado, a quien demostrara fehacientemente que había visto alguna vez poner una mala cara al Lele. El Lele sonreía lo mismo en el esplendor de la Cultura del Pelotazo del 92 que ahora en plena crisis del 2008. Porque ni boticario, ni empresario, ni promotor, ni agricultor, ni nada: su máxima dedicación era hacernos la vida feliz y agradable a los demás. Lele era un empresario insólito porque siempre tenía la felicidad y el bienestar del prójimo entre los objetivos de su cuenta de resultados.

A lo que no hay derecho, Lele, es que tú que eras tan de campo, tan de pueblo, tan de Morón, tan del cante, tan de los toros, tan de los caballos, te hayas embarcado en tu sueño con quilla, al que llamabas «Andalucía», para irte a morir en la mar. Bueno, has sido consecuente contigo mismo hasta el final. Tan poco te gustaba ir a los entierros que hasta te las has aviado, ay, querido Tito Lele, para ni siquiera tener que ir al tuyo.

 

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