ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


La primera flamenca

En esta barroca ciudad siempre me ha subyugado la oposición de duales entre sus dos grandes fiestas. La Semana Santa tiene carácter religioso; la Feria, profano. La Semana Santa transcurre por el callejero más tradicional de la ciudad antigua; la Feria, siempre en el alfoz, ora en el Prado de San Sebastián, ora en Los Remedios, mañana quién sabe en el charco de qué échale guindas al pavo, que yo le echaré a la pava azuquita, canela y clavo. La Semana Santa tiene unas largas vísperas impacientes, que cada vez se van extendiendo más en el tiempo, de modo que hoy, ahora mismo, no sé si estamos a cuatro días de la Feria o a trescientos no sé cuántos del Domingo de Ramos, como señalan los relojes cofradieros que en el Cabo Kennedy de la sevillanía están siempre marcando su cuenta atrás hasta el «¡cero!» del primer nazareno.

Y a eso voy, a la diferencia vesperal entre ambas fiestas, entre el primer nazareno y la primera flamenca. Cuando llega la Semana Santa, todos estamos impacientes por ver el primer nazareno. Cuando lo vemos por fin sentimos entre nostalgia y alegría, entre tristeza y gozo, esa mezcla extraña de sentimientos que es la Semana Santa. Ahora, en vísperas de la Feria, nadie piensa en cuándo verá el primer caballista o la primera flamenca. Es más: no te da repeluco ni de nostalgia ni de alegría encontrarte con la primera muchacha que va vestida de flamenca hacia la Feria, muy temprano, a las 12 de la mañana, muy sola y muy triste, por la calle Asunción o por Bueno Monreal camino del puente de Las Delicias, hacia una Feria donde todavía están los regadores.

¿Qué le pasa a la Feria que no tiene esa componente sentimental, que te rompe el alma de recuerdos o de gozo, el repeluco de ver el primer nazareno? O cuando oyes el primer tambor y la primera corneta; o cuando hueles el primer incienso; o cuando ves acercarse el primer paso de Cristo. Y mira que, como la Semana Santa, la Feria es un almanaque ritual en la vida del sevillano, casi como una metáfora de la propia vida... Empezamos a vivir la Feria en el cochecito de niño chico donde nos lleva nuestra madre. Luego tenemos los primeros recuerdos de una Feria de calesitas y cacharritos en la Callelinfierno, de puestos de rosado algodón, de fotos en Villa Ratita. La Feria de la vez primera que la niña se vistió de flamenca pasa tan pronto como la vida que canta la sevillana que transcurre con tanta fugacidad. Cuando se da cuenta es ya una muchacha que va sola a la Feria, con las amigas del cole y los chavales de la pandilla. O que se enamora de un muchacho con el que le saben a rebujito los besos en lo alto de la noria. Y que cuando se da cuenta, está ya casada. Y va su primer año a la Feria como madre de cochecito de niño chico, con su hijo, como a ella la llevaban.

Esta gran metáfora circular de la vida, tan clara en la Semana Santa, es aguja difícil de hallar en el pajar luminoso de la Feria. A poco que se piense, la Feria tiene más de fiesta y de tradición familiar de cuanto creemos. Vamos a la Feria que nuestros abuelos trasladaron a Los Remedios; a la caseta en la que nuestros padres entraron como socios; en la que nosotros nos enamoramos de esa novia con la que nos casamos. Pero esto, que es de pellizco en el corazón y de caérsete dos lágrimas por Semana Santa, cuando ves al Cristo o a la Virgen de la devoción de tu familia y piensas en los que se fueron, pasa inadvertido en la Feria, que parece que no tuviera ni memoria ni recuerdos.

De este año no pasa, me dije. De este año no pasa que te dedique un recuerdo sentimental, primera flamenca de la Feria, clepsidra del tiempo. Nadie lo sabe, pero esos duendes de Sevilla que ponen caseta me lo han dicho. La primera flamenca que vemos va siempre tan triste y chuchurría porque la ha dejado su novio. Su novio era, claro, el primer nazareno.

 

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