ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


La matriarca de los Juliá

En esta ciudad donde tanto se practica el deporte nacional de la envidia, y siendo el amarillo el color asociado a ese pecado capital, del que decía el Catecismo Ripalda que era «tristeza del bien ajeno», algunos se ponen como la indumentaria del Villarreal cuando dan ciertas medallas. No ocurre así con doña Pilar García Alonso, la matriarca de la saga de los Juliá, a quien hoy le imponen la más que merecida Medalla de Oro del Trabajo. Como la medalla es más que justa, a Doña Pilar le envidiamos otras cosas: le envidiamos una vida de ejemplo en el trabajo; le envidiamos que a sus 104 años (sí, he dicho 104 años, que son los que venturosamente tiene) permanezca al pie del cañón. Todos queremos llegar así a los 104. Usted la recordará. Cuando nacieron sus hijos en la Clínica de Fátima y entró a tomarse un tentempié en el Puesto de los Monos, Doña Pilar estaba allí en la caja registradora, pendiente de todo. Pero es que así ha estado prácticamente de Exposición a Exposición, desde la de 1929 a la de 1992, toda una vida de trabajo.

Usted habrá visto en las viejas postales el Café de París, en el edificio modernista de La Campana esquina a O´Donnell, por donde entran las cofradías de Triana. Bueno, pues allí empezó la saga de los Juliá y allí comienzan los recuerdos de hostelería y de repostería de Doña Pilar. Nacida en Santiago de Compostela, llegó a Sevilla con 12 años. Su padre, el hostelero leonés Cayetano García Carro, se había quedado en 1918 con el Café de París, en una Sevilla de levitas y sombreros de hongo que recalaba allí para las tertulias en los veladores de mármol y los sillones de roja gutapercha. En el Café de París estaba de encargado Eduardo Juliá de Mena. Surgió el flechazo. La hija del dueño se casó con el encargado, a los 18 años. Empezó, con la familia, el monumento al trabajo que fueron sus negocios, uno tras otro, Doña Pilar siempre trabajando en los bares y cafeterías junto a su marido. La vida de Doña Pilar es como una historia de la hostelería en Sevilla. Cerrado el Café de París, pasaron a la Terraza de la Cruz del Campo, en la calle Oriente. Luego pusieron la Cervecería Oriental en la calle Sagasta, donde inventaron dar la tapa incluida en el precio de la consumición. Luego pasaron a lo que hoy es el Alfonso de Las Delicias-Plaza de América, que entonces se llamaba Gibraltar, un quiosco que derribaron, gemelo del Bilindo. Más tarde, la Hostería del Prado; la repostería del Mercantil y del Labradores; aquel Bar Juliá donde hoy está el Casablanca del Coliseo, que como tenía sus paredes decoradas con piel roja en capitoné la gente le decía «el Bar Maleta»; la Cafetería Juliá en el Edificio Elcano... Qué sé yo la de negocios donde Doña Pilar se fue dejando la vida y dando ejemplo a sus cinco hijos, mientras los criaba. Una pionera de lo que ahora llaman Mujeres Empresarias. Una emprendedora. Porque inventó el cáterin. Cuando vino la Perona, Eva Duarte de Perón, la cena que le dio el Ayuntamiento se la sirvió Doña Pilar. Y si me guardan el secreto les diré que me parece que el cáterin del festolín que dio San Fernando en el Alcázar para celebrar que había tomado Sevilla a los moros también lo sirvió Doña Pilar.

Quien en 1963 unió la marca Juliá de su saga al Puesto de los Monos. Doña Pilar llegó a conocer los monos famosos que estaban en una jaula y que daban nombre a la venta. Trabajando como un Mono, allí puso ese Puesto de mando de su saga y su familia, en el que gloriosa y venturosamente sigue. Allí, con sus hijos, levantó el imperio de trabajo y honradez que le conocemos. Nadie le regaló nada. Ténganle, pues, toda la sevillana envidia del mundo a Doña Pilar García Alonso. Yo también se la tengo. Quiero llegar a los 104 años así, trabajando cada día, rodeada de los míos y con la admiración de los clientes. Entre los que, del Rey Don Juan Carlos abajo, todos orgullosamente nos contamos.

 

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