Desde las 20,48 horas del 31 de mayo de 2009, fiesta de Pentecostés, Domingo del Rocío, Domingo de Esperanza de Triana, por culpa de la leche que mamó el gol del Sporting de Gijón, la División de Honor no es la Primera: es la Segunda. Pues Unamuno, pero no Don Miguel de Unamuno, sino el nuestro, el de la alineación campeona de 1935 con Urquiaga, Peral y Timimi, don Víctor Unamuno Ibarzábal, ya dijo que la División de Honor no es la Primera, como entienden los pueblos gentiles y palanganas, sino que la División de Honor será siempre aquella en la que milite el Betis, en la que suframos y gocemos los que sentimos los colores de las trece barras. No puede, por tanto, llamarse infierno a aquella división donde milite el Glorioso. Punto en el cual ya se sabe por qué están tan contentos en Cádiz. No porque hayan ascendido a Segunda, sino porque el año que viene van a jugar con el Betis.

De la caída del Glorioso al purgatorio efímero de la Segunda, de donde saldremos en un periquete llamado temporada 2009-2010 (o si no, al tiempo), sólo hay un culpable: el ordenamiento jurídico-económico del fútbol español. Lo de convertir a los clubes en sociedades anónimas. El Betis es rehén de la ley de las sociedades anónimas deportivas. Del Betis podía cantarse antiguamente aquella sevillana rociera: «La Virgen del Rocío/no tiene dueño». El Betis no tenía más dueño que sus socios, su afición, sus simpatizantes por España entera. Hasta que llegó la dichosa ley y apareció el autotitulado Salvador. ¡Qué tío más jartible en su roneo de la salvación del Betis! ¿Lo de hundir ahora al Betis en Segunda también forma parte de tu salvación, carnes mías? Ni Jesucristo, que salvó a los hombres en la Cruz, presumió tanto de salvación como este matatías. Que hizo algo peor que poner al Betis en estas circunstancias. El de la calle Jabugo consiguió que el Betis, que caía simpático a España entera, que era el segundo club de las preferencias de todos los españoles tras sus propios colores, empezó a ser antipático, motivo de chanza, pito del sereno.

Esto es lo más duro, que por aquella malhadada ley de sociedades anónimas deportivas un símbolo de Sevilla tuviera como dueño a señor particular. Vamos, es como si un tío con dinero hubiera comprado la Giralda y hubiera hecho con ella lo que quisiese. O como si otro símbolo de Sevilla, Curro Romero, fuera propiedad de un señor que se llama a sí mismo «la mayoritaria», que parece el nombre de una empresa de transportes o de la antigua tienda de condones de la calle Rivero.

En eso dejaron a nuestro Betis bueno, en una propiedad privada. A quienes lo servían y lo querían, como a Lorenzo Serra Ferrer, les hicieron la vida imposible. A quienes eran sus símbolos vivos, reencarnación de los mitos de su Historia, como Joaquín, los hartaron. Lo que el de la calle Jabugo hizo con Joaquín, mandándolo a Albacete poco menos que con una pareja de la Guardia Civil, no tiene nombre. Y ahora nos olvidamos de esas cosas. Y nos olvidamos también del entreguismo borreguil de la clá del «lo que diga don Manué», quien a los que lo criticábamos nos mandaba a sus matones para que nos llamaran por teléfono a las 3 de la mañana diciéndonos que nos iban a quemar la casa. Al Betis le quitaron su propia esencia. Borraron su historia. Es como si no hubieres habido nada ni nadie antes de la presunta Salvación. Según los usurpadores de la gloria, don Benito Villamarín nunca existió.

Ahora, hijo mío, ahora es cuando tienes que salvar al Betis. Pero salvarlo de ti mismo, ¿te parece poco? Pero ahí está la dura realidad de la ley de sociedades anónimas deportivas. Yo no digo «Lopera, vete ya». Yo suspiro: «Villamarín, vuelve». Porque se ha visto y demostrado que la calle Jabugo es de chopepor.