ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


El Ave, juguete roto

Lo sé de primera mano porque en el primer Ave que el temporalazo detuvo a la altura de La Sagra iba Mienmana, Pilar Burgos, la zapatera prodigiosa. Me dejó un mensaje: «Cuando den la noticia del Ave, que sepas que aquí voy yo». Salieron de Sevilla con sol y calorón, pero después de Córdoba se nubló de pronto, con inmensa negra nube, como la que cantaban los campanilleros de la Plaza de Castilleja que cubrió el Calvario. De pronto, una oscuridad que Mienmana Pilar me describió con paleta juanramoniana: negra y rosa. Y agua va. Remontando la sierra donde cantaba Juanito Valderrama que estaba el cortijo donde Lagartijo le dio la primera lección al Guerra, el tormentazo, la turbonada, el ciclón caribeño diciendo aquí estoy yo. Y más tarde, los granizos. Como puños de gordos. Pero no puños cualesquiera: como puños de alcalde de Marinaleda. Los granizos pegaban contra los cristales del vagón del Ave como las balas de las metralletas del Al Capone en el Ford de los federales. El bamboleo, bambolea que cantaba la otra noche Julio Iglesias en el Rocío Arena de las arenas del Rocío era nada al lado del bamboleo en que el viento, el agua, los granizos y la madre que parió a la tormenta llevaban al Ave, ya pasada la Brazatortas donde nacen los escritores empalagositos de Córdoba. A los viajeros les daban patatuses y sopitipandos, todos hasta las trancas, mientras aquello seguía pegando traquetones como el barco del anuncio de Pescanova en la mar arbolada. Hasta que por fin, por no dejar a los campanilleros que tomamos, el Ave dijo como San Cristóbal cuando a las dos y media de la noche iba por medio del mar con el Niño Jesús en sus brazos: ya no puedo más. Y aquello se paró, porque la vía estaba descarnada, vamos, como si fuera la de un Ibertren de Osorno. La gente hacía acopio de bocadillos y agua en la cafetería, rezaba a los santos de su devoción. Como un naufragio sin mar y sin botes salvavidas. El Titanic sin iceberg. Hasta que, en marcha atrás, el Ave llegó hasta una estación. Sería La Sagra o una de esas estaciones como de emergencia, con su enorme reloj, su andén y su ladrillería, que vemos fugazmente cuando el Ave pasa por ellas en los gloriosos días de normalidad. ¡Y en autobús a Madrid, hala, como el Imserso, para llegar a las dos de la mañana!

Como la Armada Invencible, los que hicieron el Ave lo mandaron a luchar por la modernidad, pero no contra los elementos. La avería del Ave tiene mucho de cuadro de Valdés Leal, de meditación cuaresmal: no somos nadie. ¿Quién que se subiera al Ave en Sevilla, con sol y calorazo, iba a pensar que una tormenta de verano puede acabar en un momento con esa maravilla de las maravillas de la perfección de las perfecciones? El Ave, con el corte de la vía por una tormenta, ha sido como un juguete roto. Es la vez primera que desde 1992 se ha changado en plan serio este como perfecto y exacto reloj suizo con clase club, cafetería y muy poco sitio para las maletas. Hemos sabido lo que es Sevilla sin Ave. Hemos vuelto a los tiempos del aeropuerto de San Pablo y del coche para ir a Madrid. Al autobús de Alsa y olé.

Yo creo que todo esto es por culpa de los caramelos. Aquellos caramelos de goma maravillosos, gominolas para mayores, chuches para todos, que las azafatas pasaban en la bandeja al final del viaje para que, chuchón, cogieras más de uno, ay, pillín, y que han dejado de dar, han sido los culpables. Cuando daban caramelos, los granizos no ametrallaban los cristales del Ave ni la riada cortaba la línea. Han dejado de dar caramelos y han tenido que servir este dulce amargo del corte de línea, como el que no paga la luz o el teléfono. Que vuelvan a dar los caramelos, porfa, para que el Ave no sea un juguete roto. ¿Cómo se van a ir, si no, a la vendimia francesa los jornaleros andaluces de la segunda modernización?

 

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