ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


La lenta agonía de Los Remedios

Dije que Sevilla iba camino de ser Amsterdam con Semana Santa y quizá me equivocara. Hay quien sostiene que va camino de ser ese Estocolmo que ahora parece que todo el mundo se precia de conocer, para que se note que está al día y que se ha leído las tres novelas, tres, de Stig Larsson.

Aunque ni Amsterdam, ni Estocolmo, ni Copenhague, ni Las Navas de la Concepción. Ya quisiéramos que Sevilla fuera camino de ser Sevilla y no camino de su propia destrucción. Vas por la ciudad y sus barrios te hablan. La otra tarde, entre alambradas que ni en Kosovo, iba por la calle Asunción y oí voces que me hablaban. Voces sin palabras. Los Remedios te habla de sí mismo sin palabras. Te habla con una sorpresa nueva cada día: bares cerrados, tiendas con la persiana echada y el cartel de «Se vende», al que dan ganas de pintarraquearle debajo el utrerano: «¿A que no?». Un día es el frutero, otro el de consumibles de informática; al siguiente, la tienda de muebles; la tiendecilla de los desavíos; el bar; el pub donde ver los partidos del Plus socializando el fútbol. Y el Café de Indias, y las joyerías, y la relojería, y el textil que vendía camisas baratitas porque Los Remedios hace tiempo que dejó de ser un barrio de ricos para convertirse en un oculto geriátrico donde ves a la viuda pensionista rebuscando en el monedero para comprarse dos tristes manzanas en el supermercado. Las escasas librerías agonizantes...

Y los bares. Oh, los bares. ¿Qué estará pasando para que en Los Remedios cierren hasta los bares, la única industria segura en una ciudad como ésta? Por no hablar de los parroquianos, que simplemente se van muriendo. Echas de menos a alguno que veías en el bar leyendo el ABC con una peña de dominó de jubilados. Preguntas por él al dueño y te dice que el otro día fue a su funeral en la parroquia. Y luego otro, y otro, hasta que la mesa de dominó se queda sin jugadores y al cabo el del bar echa el cierre y se va a su parcelita del Aljarafe a comerse el traspaso o la pensión.

Los Remedios te habla sin palabras de todo eso en medio de una atmósfera sucia del polvo de las obras y de la falta de limpieza, que hace siglos que no entran a limpiar: las naranjas despanchurradas en el suelo pringoso desde la primavera que las hizo caer sin que nadie las recogiese del árbol. Un suelo polvoriento o pringoso, ruidos de taladradoras desde primera hora, cierres echados. Esto es Los Remedios, el supuesto barrio burgués que ya sólo se llena de pijos en la misa de 1 de los domingos, cuando los matrimonios jóvenes vienen a misa con sus padres, traen a los niños a ver a los abuelos y luego, tras una cervecita en Sierra Mayor, se vuelven a marchar a sus casas del Aljarafe o de Nervión.

Las voces secretas del barrio dicen cada día que esto se muere. Que lo está matando el Ayuntamiento. Los Remedios parecía un barrio feo pero animado, lleno de servicios, donde tenías aseguradas las cosas cotidianas que te facilitan la vida sin tener que coger el coche para ir a comprar el pan o el tabaco. Y había un buen vecindario, acomodado y educado. Y pasaba gente por las noches y podías regresar andando sin volver la cabeza de madrugada a cada paso que sonaba en el pavimento. Todo eso se acaba en una lenta agonía que de repente se ha acelerado de un modo terminal, coincidiendo con la puñalada mortal a la calle Asunción. Quizá es la metáfora de la agonía de una antigua burguesía urbana emparedada entre la populización periférica de la ciudad y la tendencia centrífuga de las urbanizaciones residenciales del Aljarafe.

Los pocos que resisten cada vez están más tentados de hacer caso a las voces derrotistas de las paredes y las persianas echadas y largarse. ¿Dónde? Quizá a aquella soñada y perdida Sevilla emprendedora que inventó, ay, Los Remedios, y que hoy está castigada, de rodillas y de cara a la pared.

 

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