ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


Vendimia funeral de septiembre

Siempre he mantenido que entre los sistemas más sofisticados y efectivos de comunicación tenía que figurar con todos los honores el tan tam de la muerte de Sevilla. Igual que las tribus africanas que veíamos de chicos en «Las minas del Rey Salomón» se mandaban noticias a través de los tambores, así en Sevilla funcionan los pellejos de La Canina, que comienzan a hacer sonar sus parches en cuanto alguien ha tenido la noticia de la muerte de un ser querido, conocido, aunque no sea muy cercano. A los teóricos de las facultades de Ciencias de la Comunicación los echaba yo a pelear en el estudio de este fenómeno, cómo el boca a boca funciona con mayor celeridad y eficacia que los medios de comunicación convencionales, y nada te cuento ahora, con la ayuda de los teléfonos móviles, de los correos electrónicos y de los SMS. Te dicen que se ha muerto alguien, y cuando todavía no han tenido tiempo de salir los periódicos con la papeleta de defunción, llegas al tanatorio a dar el pésame a la familia y aquello está ya lleno de amigos, familiares y conocidos del difunto. ¿Y cómo se han enterado de que precisamente a las 8 de la tarde el cura Ignacio Jiménez Sánchez-Dalp le va a decir esta misa en el tanatorio de la Ese Treinta o de la calle Miguel Romero Martínez, donde no cabe un alfiler?

¿Cultura de la muerte? Pues sí. En Sevilla hay una cultura de la muerte, asentada en los tuétanos de las esencias barrocas de la ciudad y de los modos tradicionales de relación, cultura que no cambia con los tiempos, y que permanece inalterable a lo largo de los años, sin que la vicien o deterioren las novedades de las tecnologías y de los cambios de mentalidad y de hábitos de vida.

Dentro de esa cultura ahora estamos en plena cosecha de los funerales de septiembre. Es como la vendimia necrológica de los muertos de julio, de los muertos de agosto, de los que quizá fallecieron en la playa, lejos de su casa. Esas esquelas donde aparecían los topónimos del Puerto de Santa María, de Punta Umbría, de Cádiz, y tú hasta le ponías el nombre de un chalé o de un edificio de apartamentos al lugar donde aquel sevillano se despidió de la vida de un modo envidiable: veraneando. En el tan tam de la muerte, cuando te llamaron para anunciarte esas nuevas papeletas de sitio dadas por La Canina, tú siempre preguntabas:

—¿Habrá una misa, no?

Y te respondían siempre, en esa cultura de la muerte, en esa tradición de la vendimia funeral:

—Sí, pero después del verano, ya en septiembre o en octubre, cuando la gente haya vuelto de los baños.

Ya hemos vuelto de los baños y asistimos a la marea alta de los funerales por los que quedaron en la marea vacía de la vida en pleno verano, cuando la ciudad estaba desierta, cuando nadie estaba en su sitio, cuando apenas los más íntimos asistieron a aquel entierro con toda la calor de agosto, a las dos de la tarde, antes que cerraran el cementerio.

Miro en estos días las páginas de ABC con las esquelas y vuelven a venir las que no hubo en todo el mes de agosto: las de los funerales. En nuestra cultura de la muerte, en agosto no se celebran funerales de cabo de semana por la muerte de nadie. Los funerales, a la vista está, son encargados por la familia del difunto para que vaya la gente, para que acudan sus amigos y conocidos, no para que estén los mismos que ya cumplieron yendo al entierro. En esas esquelas, hay difuntos que —por así decirlo— recobran la muerte, como un anticipo a cuenta de la resurrección. Ahora se entera la gente de que han muerto. Porque aquel día de julio, de agosto, todos estaban fuera de Sevilla, en los baños. Todos menos la muerte, que ahora tiene su funeral vendimia de septiembre.

 

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