ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


Macarro o la liquidación del centro

Si es usted de los miles de lectores que empiezan el ABC por las esquelas, ayer debió comenzar por delante, por la pujante sección de Sevilla, en la página 21. Pensé al verla como el tema una tesis doctoral sobre Publicidad: ¿Puede un anuncio ser una esquela mortuoria? En esa página 21 lo era. Un anuncio estremecedor, que conmovía la memoria del alma de la ciudad. Le faltaba el luto tipográfico y el «rogad a Dios en caridad». Decía: «Macarro Ellima, calle Francos 31, comunica su Liquidación Total por Cierre a partir de mañana día 5».

Macarro y Ellima. Toda una época del comercio de Sevilla cierra por liquidación. En los fondos de armario donde se guardan los ajuares que amorosas manos de madre compraron; en las cretonas inglesas de las viejas butacas de las salitas; en las lujosas mantelerías que esperan inútilmente bautizos y tomas de dichos que ya no habrá nunca más en la familia, telares enteros de Tarrasa lloran por la muerte de los mostradores de los que salieron, medidas las piezas por unas varas de a metro en una Sevilla agraria que aún contaba por duros, por reales, por fanegas, por arrobas.

Hubo en Sevilla una vez, y Macarro puede ser uno de sus últimos símbolos, un refinadísimo comercio en el centro, que lo echaba yo a pelear con Bond Street, con la Rue Saint-Honoré, con Via Napoleone, hasta con Lexington Avenue. Macarro y Ellima. Las tiendas de un pequeño imperio textil en una ciudad a la que la elegancia le venia del campo, de las casonas de los pueblos, de la austeridad del buen gusto. En Macarro no entraban los nuevos ricos de tumbaga y estraperlo, sino las señoras de toda la vida. Las que a sus hijos les compraban los Gorilas de la verde pelotita en la zapatería de mi madre; las que en Los Caminos se sentaban en una silla ante el mostrador y preguntaban por su dependiente de siempre; las que iban después a La Nueva Ciudad, a La Ciudad de Sevilla, o pasaban por La Maison de Blanc para buscar el regalo para el bautizo de la niña de una compañera de las Irlandesas o del Valle. Aquella vieja Sevilla era entonces joven y triunfante, cabía en las aranzadas que quedaban dentro de la ronda y tenía estas tiendas de cabecera. Con su jubileo. Las señoras echaban la mañana yendo de una tienda a otra, buscando cualquier fruslería, con una muestra de tela quizá en la mano. Los pacientes dependientes de pies planos les sacaban a la puerta de Francos, de Chapineros, de Alvarez Quintero, la pieza entera, para que le diera el sol y con la luz de la abierta mañana pudieran hacer la perfecta comparanza del color para el vestido que luego habrían o bien de coser Maruja Baena o María Repiso, o bien la propia costurera de la casa, la que iba un día en semana, copiando un patrón de «El Hogar y la Moda» o recordado un traje de Loretta Young en la sesión vermú del cine Llorens.

Ellima y Macarro. Macarro era Macarro de toda la vida, el padre del primer historiador de la Sevilla republicana. Ellima fue la fusión de la primera sílaba de su apellido con la de su socio Elliot. Ellima era «Elliot y Macarro», que sonaba completamente a fábrica con anarquistas en la Barcelona de Mariona Rebull. Ahora que el establecimiento cierra, recuerdo la vieja tienda de Macarro en la calle Tetuán, con su deslumbrante puerta de caoba y cristal, junto al Teatro San Fernando, en la acera donde estaban Publicidad Inca, el despacho de La Teatral, el Bazar Sevillano o Modesto Cañal en su mínimo Banco de Santander, que entonces era casi una accesoria frente a los gigantescos edificios del Central o el Español de Crédito en la Avenida, o del Hispano en Sierpes.

Como el tiempo en la Epístola Moral, hay una Sevilla que muere en nuestros brazos. Ya en el ABC hasta vienen esquelas por los comercios que va matando la sistemática destrucción de los modos tradicionales de vida en el centro. Al centro sí que lo están liquidando.

 

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