ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


La Europa de comer fuera

Esta Europa que acabo de poner aquí en el título no es la Europa que está junto a la Alameda y la Correduría, la que fue y sigue siendo en buena parte barrio chino de Sevilla. La Europa de la Granja Viena en tiempos de los jipilondios del flouerpogüer que querían hacer de la Alameda un Berkeley a la sevillana. La Europa de Las Siete Puertas con su cañera monumental colgada junto al retrato del milagroso Doctor Fleming, que tantos males del venéreo curó con su penicilina y a quien tenían allí como si fuera un santo. La Europa de la que hablo es el continente, la Unión Europea, la que nos quiere ordenar la vida a base de directivas dictatoriales de unos señores que no ha elegido nadie y que están lejanamente en Bruselas o en Estrasburgo. Euro aparte, Europa se nos ha entrado por las puertas en algo más radical todavía que las directivas comunitarias sobre, un poner, las bolsas de plástico que van a quitar en el supermercado.

Aunque no nos demos cuenta, empezamos a vivir a horas europeas. Sin que nadie lo haya ordenado, sin una ley ni un decreto del Gobierno, las horas del sevillano cada vez se van pareciendo más a las del parisino o el berlinés. El reloj de la Plaza Nueva está siendo sincronizado con los que marcan los hábitos cotidianos en Berlín, en Milán, en Amsterdam, y siga usted poniendo capitales europeas, que a mí me da pereza.

Lo digo por experiencia reciente, de antier domingo, día de Todos los Santos, víspera de un Día de Difuntos hecho ayer festivo por la puntería dominical de Omnium Sanctorum en el almanaque. Fuimos a acompañar a un amigo (cuyo nombre no cito para que no se le enfaden los que no convidó) que nos invitaba a su cena de cumpleaños en un restaurante de Los Remedios. Era domingo y víspera de festivo. Eran las 9 de la noche, y Los Remedios estaban tan desiertos como si fueran las 12. Casi nadie por la calle. Y eso que no había partido del Sevilla o del Betis por televisión. Y llegamos al restaurante, y ya había gente cenando. A las 9 de la noche. Tarde para Europa, sí, donde se cena a las 7 o a las 8. Pero tempranísimo para Sevilla, donde hasta hace bien poco quedabas para cenar a las 10 y media o a las 11 de la noche.

Y empezó la cena, agradabilísima y divertida, y echamos una larga sobremesa, sin darnos cuenta del tiempo. Hasta que nuestro anfitrión, viendo a los camareros apostados al fondo de la sala mano sobre mano y con cara de mosqueo y de querer echarnos, nos dijo:

—Si os parece vamos a levantar la mesa, porque nos hemos quedado los últimos y mira con la cara que nos están mirando los camareros...

Miré el reloj y ¿saben ustedes qué hora era? ¡Sólo las 12 y media de la noche! Parecían, desde luego, las 2 de la madrugada, a restaurante vacío, a calle desierta. ¡Y en víspera de festivo! Y pensé que hasta hace bien poco tiempo, a las 12 y media muchas veces estabas aún por el primer plato en el restaurante donde habías empezado a cenar pasadas las 11 de la noche. No sé si por culpa de la crisis, pero hemos entrado en Europa con los horarios mucho más de lo que creemos.

Y con los almuerzos, ídem, éadem, ídem. Antes, cuando te invitaban a comer por ahí, te citaban como mínimo a las 3 de la tarde. Ahora la hora más común son las 2 o las 2 y cuarto. A las 3 se va ya por el segundo plato: plato único en esta manía que nos ha entrado de poner siempre algo «al centro». (El único centro que no han hecho peatonal y donde sí se puede seguir entrando es el centro de las mesas donde los metres te colocan por narices para que se lo coman todos lo que tanto te gustaría a ti tomártelo tú solito, ese revuelto, esas puntillitas.) Con lo que en la mayoría de las ocasiones, a las 4 y media, cuando antes se iba casi por el aperitivo, ya se ha terminado el almuerzo y estamos pidiendo un taxi. Para irnos a dormir la siesta al sevillano modo clásico, naturalmente...

 

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