ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


Del ¡ojú, qué frío! al ¡esa puerta!

SÉ de una madre amantísima que en verano, cuando va con sus niños al Cortinglés y las criaturas se mueren de frío por lo fuerte que tienen puesto el aire acondicionado, se acerca donde los chalequitos de punto y les compra con la tarjeta uno a cada uno de ellos y se los pone en pleno mes de agosto, teniendo el cuidado de no quitarles la etiqueta. De modo que las criaturitas entran en calor el tiempo que están allí. Transcurrido el cual, y cuando se van a ir, coge, les quita a los chalequitos con su etiqueta, los vuelve a meter en la bolsa y los descambia en la primera caja que se encuentra, donde le descargan en la tarjeta el cargo que le hicieron hace apenas hora y media.

Y sé de un señor muy viajero y viajado que cuando en pleno mes de julio, con las grandes calores, llega al Ave en la estación de Atocha, primero echa a los dos pingüinos que se encuentra en su asiento, encantados con el frío del aire acondicionado a bordo, y después hace siempre lo mismo: le pide una manta a la azafata que está haciendo puerta hasta que el tren arranca. Y ante el nanai azafatero, argumenta: ¿No dan mantas en los aviones, que hace mucho menos frío, por qué no las dan ustedes en este Polo Norte que es el Ave en verano?

Les confieso que en el Ave, en agosto, yo he pasado bastante más frío que en Moscú en febrero. En el mes de agosto, la mínima de España no la da Panticosa, qué va: la da el vagón número 3 del Ave de Sevilla a Madrid, que como se entere la Unesco lo declara reserva de la biosfera a efectos de que estén allí en todo lo suyo los pingüinos, las focas, los osos polares y los leones marinos.

Por todo lo cual estaría muy bien el decreto del Gobierno que prohíbe que en los locales públicos el aire acondicionado baje de los 26 grados en verano ni la calefacción suba de los 21 en invierno. Estaría muy bien a efectos de los sarampiones menuítos que incluso los andaluces del «¡ojú, qué frío!» del poema de José Hierro cogemos en invierno en Madrid, con esas calefacciones de tener que abrir las ventanas para que no te dé algo. Estaría muy bien a efectos de que Papá Noel, cuando llega por las chimeneas de Madrid, no se tenga que quitar toda la ropa y se quede en camiseta y calzones blancos, porque se asa mientras les está dejando los juguetes a los niños.

Pero el decreto del «¡ojú, qué frío!» es la gota que colma el vaso del intervencionismo de este Gobierno empeñado en ordenarnos la vida. No hacen nada, pero se meten en todo: no se puede fumar, no se puede vender alcohol, el supermercado no puede dar bolsas, las bombillas no pueden tener 100 vatios, no sé qué basura hay que tirarla en la bolsa amarilla. En prohibicionsimo y en ordenancismo le echamos ya la pata a Alemania y a Suiza. Este «ordeno y mando» no lo usaban ni los generales de Franco. Bien está que el Gobierno sea la Señorita Rottenmeier del aire acondicionado en los servicios públicos, pero si usted es un comerciante, sepa que el Gobierno, que ya le mete la mano en la caja para llevarse sus impuestos, sigue ordenándole la vida. Dentro de nada le dirá hasta cómo tiene que poner los escaparates, porque ya le dice cómo tienen que ser las bolsas. Y a qué temperatura debe estar el local, o se le va a caer el pelo. Y no sólo eso, escuche lo que dice el decreto de la dictadura del termómetro con la tontería de las energías sostenibles: «Los locales que cuenten con acceso desde la calle quedan obligados a instalar un sistema de cierre de puertas adecuado para impedir que éstas permanezcan abiertas permanentemente». Lo que nos faltaba era esto. Que este Gobierno intervencionista que ha convertido la democracia en una dictadura ordenancista e intervencionista se ponga a gritar desde el BOE como Jorge Javier Vázquez o como el andaluz friolero que llegó al infierno

-¡Esa puerta!

 

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