ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


Los silencios de Manoloprao

Quizá la hubiese leído muchas veces, pero la máxima me impresionó aquella mañana que venía pregonado en las gacetas. Y se me quedó grabada: «Cada cual es dueño de sus silencios y esclavo de sus palabras». Me la decía Manolo Prado. Dicho a la sevillana, o como pronunciado a la jerezana en El Toñanejo: me la decía Manoloprao. Así se invocó en un tiempo, para denotar complicidad y cercanía en sus negocios y venturas, el nombre del embajador de España don Manuel Prado y Colón de Carvajal: Manoloprao.

Manoloprao, gustoso, pagó caro no sólo ser dueño de sus silencios, sino gran señor de su boca cerrada. Soberano de sus lealtades y sus fidelidades. Patrón (¡ay, qué palabra en su boca!) de su honra y del honor de los que le habían dado su amistad, para olvidarse luego de ella y creer que se la pagaban con una palmadita en la espalda, con un chistecito marca de la casa, una llamada de teléfono o al final con una corona de flores de catálogo y un telegrama de plantilla cursado por un edecán.

La otra tarde pasé por casa de Manoloprao en La Palmera, donde tantos agradadores acudían por Feria para acompañarlo a su caseta en los coches de caballos que traía del campo. Las ventanas estaban cerradas, cerradas las puertas. Descuidadas, abandonadas y sin podar desde años, con algo de selva, de la selva cruel de la vida, la silenciosa fila de palmeras tropicales, testigo quizá de aquellos años de la Comisión del Quinto Centenario, del Instituto de Cooperación Iberoamericana, de las grandes empresas del Reino allende los mares. Eran unas palmeras como de muerte barruntada, sabedoras como eran de su enfermedad, de su soledad. Por Sevilla quizá alguien se preguntaba:

—¿Y Manoloprao? Hace mucho que no sé nada de él.

La soledad de esas palmeras del jardín de su casa como de la Costa Este sí seguía sabiendo de Manoloprao. De su soledad. Los que le bailaron el agua se habían buscado ya otros señores a los que agradar. Lo había abandonado la ciudad que lo halagó cuando sus pregones del Descubrimiento, cuando su patrocinio en la Colombina, cuando presentaba proyectos de marinas imposibles a la orilla del río. Para los aprovechados de cada hora, Manoloprao ya no era nada y no interesaba adularle, decirle lo brava que había salido la corrida de Torrealta que toreó Curro el Domingo de Resurrección, lo guapa que era Celia, lo alto que estaba ya su hijo Álvaro.

Miro las palmeras abandonadas de la casa de Manoloprao, considero la terrible soledad que este gran señor de sus silencios ha sufrido en sus años finales, su lealtad al mantener fidelidades más allá de los oprobios, los grilletes y las rejas, y me digo como el alcalde que se sentó en la Piedra Llorosa: «¡Pobre ciudad, pobre ciudad!». Porque Manoloprao, que venía de negociar con Giscard y de mediar con Kissinger, de convencer a Ceaucescu y de comprarle una Arabia al Rey Fahd, tuvo en su madurez dos amores: Celia y Sevilla. Celia le dio dos hijos. Sevilla le volvió la espalda cuando ya no le interesaba. Porque, señor de sus silencios, esclavo de sus lealtades, ya nadie podía darle.

Miro las abandonadas palmeras de la casa de Manoloprao y evoco aquellos años en que los siglos venideros habrían de tomarlo por loco, como primer soñador de la Expo del 92. El fue quien llamó a Álvaro Navarro y en menos de horas veinticuatro improvisaron unos planos cartujanos para convencer en París y que el BIE concediera a Sevilla aquel sueño «de cara al 92». Hubo un tiempo en que en la Expo del 92 sólo creían Manoloprao y su fiel colaborador Miguel Sánchez Montes de Oca. La historia siguiente ya la conocen, así como los negociazos que otros hicieron con ese sueño. Como conocen el final. Sevilla le pagó a Manoloprao con su doblón de oro: nada. Todos pagaron a este gran señor de su silencio con esa moneda de oro: nada. Y con el olvido de cuanto dio a Sevilla y de lo caro que pagó su silencio como kamikaze de la lealtad.

También sobre Manuel Prado en El Recuadro, "Un hombre solo" (28 abril 2004)

 

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