Hijo, esto va a parecer unos módulos de FP para la adaptación de Vasconia a Sevilla. Pues si ayer hablamos del Hispalbarómetro, que es el Euskobarómetro con tranvía y carril-bici, hoy vamos con las incienso-tabernas, según el ingenio de este Reino don Jorge Molina, autor de «123 motivos para no viajar a Sevilla», que acaba de publicar mi querida congatuna Rosa G. Perea en su admirable editorial Jirones de Azul, libro que está como el pan precocido que se ha puesto de moda en los restaurantes (e incluso en las panaderías) o como el arroz de la 1 en el Bar Los Príncipes de la Puerta Larená: acabaíto de salir.

Jorge Molina ha hecho un libro genialón, más sobre los sevillanos que sobre Sevilla. Guasa. Tela de guasa. Humor de la mejor tradición, a lo Galerín, a lo Don Cecilio, pero enganchado a la inglesa. «123 motivos para no viajar a Sevilla» es una falsa guía de forasteros, en la que Molina demuestra que nos tiene calados. ¿Usted se acuerda de lo que hizo Francisco Robles sobre los «Tontos de capirote»? Pues algo así, pero sobre toda Sevilla. Tiene hallazgos soberanos, como el que titula este artículo. Sí, las incienso-tabernas son como las herrikotabernas, pero con kapillitas y kofrades, mucha marcha, mucho incienso y mucha foto enmarcada: «El ambientador exhala incienso sin parar. Hay una pantalla donde sólo se proyectan imágenes de procesiones, besamanos o besapiés. La música se ciñe a las marchas procesionales».

Con el truco de enseñar Sevilla a los forasteros, Molina nos clava, con La Escala de Lo Sevillano y con las Recientes-Tradiciones-De-Toda-La-Vida. Dice, por ejemplo, que todo cliente de bar se convierte en ayudante obligado del camarero y en su contable:

—Cliente: ¿Qué se debe?

—Camarero: ¿Qué ha sido?

Molina sabe tela de bares: «Otra perpetua leyenda urbana viene a relatar que en Sevilla la cerveza está más rica, fresca, espumosa, con fina burbuja y brillo dorado mientras más pequeño, grimoso y de pegajoso mostrador sea el bar. Cuando observe grandes concentraciones de gente en la acera con un vaso con forma de tonel en la mano, la solana a plomo y continuos pitidos por los coches que han dejado en doble fila, está ante uno de esos casos.»

«Tampoco solicite en un bar un cenicero o algún recipiente para servilletas de papel, tripas de altramuces, huesos de aceitunas, cáscaras de gambas, de cacahuetes, colillas, chicles, resguardos del cajero, quinielas no premiadas o bonobuses usados. Es acendrada costumbre arrojar todo al suelo.»

Dice en otro pasaje: «El calor es fundamental para millones de charletas. Si no ocurriera este suceso climático es difícil imaginar de qué se hablaría en Sevilla durante medio año en los ascensores...» Y pone nuestra frase preferida ante el foráneo que se queja de los 40 grados: «Esto no es ná, hoy no hace tanto calor, tenía usted que haber estado aquí la semana pasada...»

Molina plantea misterios insondables sevillanos, que deja sin resolver, como por qué demonios las freidurías de pescado no abren a mediodía. O por qué un británico té con leche es aquí un vaso de leche caliente con un escapulario de Hornimans dentro, por qué Sevilla desconoce la tetera y la leche aparte. O el misterio del Estadio Olímpico: «Al estadio lo rodea la nada, los aparcamientos son inmensos, hay lo que parece un apeadero, se puede salir de la zona por diversas autovías, nunca se organiza nada en él, nadie se acerca jamás. Pero dos horitas para escapar no las evita en cuanto se reúne una pequeña multitud.»

No está muy bien escrito, no mantiene el ritmo hasta el final, no sabe que el Santo Rey Conquistador no fue Fernando IV, que es el de la calle de Los Remedios. Pero digo como el «New York Times» sobre Lola Flores: no se lo pierdan.