ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


La lección del saetero

Si aplicáramos los esquemas del cine a las figuras sevillanas de la Pasión, tendríamos protagonistas, personajes secundarios y actores de reparto. Aparte de extras y figurantes, que somos cuantos componemos la Real, Antigua y Fervorosa Cofradía de la Bulla, la única hermandad de Sevilla donde no hay que pagar cuota, porque ya la cobra hasta la Pura y Limpia del Postigo, donde hasta hace poco eras hermano de válvula: te apuntabas y no tenías que pagar nada. Y a propósito de bullas, extras y figurantes: un movimiento de masas como el que se produce durante cualquier día de la Semana Santa no era capaz de dirigirlo ni Cecil B. de Mille, el mejor realizador en el arte de mover miles de gentes de un lado para otro en películas bíblicas o bélicas. Y ese movimiento se produce en Sevilla sin director y sin guión.

En el elenco de esta película con movimiento de masas que es la Semana Santa, hay un artista al que, si aquí hubiera alfombra roja y noche de Hollywood, yo le concedería todos los años el Oscar al mejor actor de reparto: el saetero. El saetero, sea conocido, como Perejil o El Sacri, sea un mito del cante, como Manuel Mairena, sea anónimo, es quien mejor se sabe su papel. Aplica un lema que sería todo un programa de gobierno para los políticos: «Servir y desaparecer». El gran motor de la Semana Santa, junto a la fe y a la devoción, es indudablemente la vanidad, cuando no la emulación. Muchas cofradías son cuanto son por emulación, cuando no por envidiosa imitación. Mucha gente de las cofradías está en ese mundo por vanidad. En las paradojas de Sevilla, existe una vanidad a cara tapada, con el antifaz, que es la del que lleva la vara dorada de hermano mayor y todo el mundo conoce aunque no se le vea el rostro. Por ir con esa vara se muere y se mata en las elecciones cofradieras. ¡Y eso que no es a cara descubierta! Id en estas mañanas de Semana Santa por los templos donde a la tarde saldrán cofradías, y podréis observar un importante catálogo de vanidosos sevillanos, alimentando su ego en nombre de Cristo o de su Madre, como pavos reales por allí, figuroneando con la medalla al cuello, con el escudo de la hermandad en la solapa, en el pisacorbatas y yo creo que algunos hasta bordado en los calzones blancos.

El saetero es la otra cara de esta moneda. Llega al balcón desde donde va a cantar a la cofradía y no está allí asomado, exhibiéndose, para que la gente lo vea. Y eso que muchas veces se sabe, y la gente mira para arriba, y comenta:

—En ese balcón hay saeteros.

Pero contemplan un balcón vacío. O con personas de la casa, que nada tienen que ver con el cantaor. El cantaor está donde tiene que estar: dentro, templando la voz, aguardando el momento en que ha de salir a decir su oración de cinco versos. Nunca vi a ningún cantaor roneando de balcones antes de su saeta. Sale en el momento preciso, cuando alguien entra desde el balcón y le dice:

—¡Venga, que ya está ahí el paso!

Y el saetero sale, y se agarra a los fríos hierros de la barandilla del balcón, y dice su cante, y su mano va marcando el compás de su oración flamenca, y no se inmuta ni cuando la calle toda, en el momento justo, al final exacto del tercio donde hay que decirlo, rubrica sus palabras con un perfecto óle colectivo. Y termina de cantar, y se santigua ante el Cristo que le tiende su clavada mano hasta el balcón donde le ha cantado, y los hierros de la barandilla donde sus manos antes se agarraban, atenazándolos, son ahora el resorte que lo hace desaparecer como un rayo al interior de la casa, mutis perfectamente sincronizado con el aplauso de los que ven la cofradía. El saetero no se queda allí para recibir los aplausos. No hay saludos al público. Nunca corresponde a la ovación a su cante. Sabe que lo verdaderamente importante allí es el Cristo o la Virgen. Ha cumplido su lema: «Servir y desaparecer». En la ciudad de vanidades, ¡qué lección de humildad la del saetero!

 

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