ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


Segundo gorigori por Francos

A la semana del funeral de corpore insepulto es costumbre encargar una misa de réquiem por quienes la palmaron. Y tras el artículo sobre la calle Francos del otro día, hoy hago este segundo gorigori por la que antaño fue gran calle comercial y donde hoy toda ruina tiene su asiento, por culpa de las dificultades que el Ayuntamiento pone para que la gente vaya al centro. Y como cuando se va a escribir un obituario se suele preguntar a quien conoció y trató al difunto, yo me valgo hoy de las notas que con su lema de «gratis et amore» me envía don Julio Domínguez Arjona: «Buena parte de mi vida —me dice— la dejé en la calle Francos como pasante del despacho de don Hermenegildo Gutiérrez de Rueda, en casa de su madre Doña Carmen, en un patio de columnas y pilistras (era como ejercer la abogacía en una obra de los Quintero), que mandaba a la muchacha Asunción todos los días a limpiar la capilla del Señor de Pasión como si fuera una prolongación de su casa». Era la calle Francos de la Corsetería Modelo, de la que era gerente el padre de don Julio, y cuyo famosísimo anuncio de Radio Sevilla se sabía de memoria Rocío Jurado, y con qué gracia lo repetía:

—¿Qué régimen sigues para conservar la línea?

—¿Régimen yo? ¡Ninguno! ¿Para qué quiero régimen ninguno mientras me haga las fajas en la...Corsetería Modelo?

La Corsetería Modelo tenía talleres y producción propia y hasta número de exportador, y más de cuarenta mujeres trabajaban en su taller. También estaba en Francos la Corsetería Peque. Guasa, porque su dueña, Rosario, era una mujer muy alta. Allí las niñas bien de Sevilla se hacían los bañadores a medida, en los tiempos de Jantzen y Orquídea. A esta corsetería la atracó un pobre diablo ¡con una pistola de juguete! y Rosario se desmayó. Era un tieso al que le hacia falta el dinero para pagar una letra. Al ver a la dueña desmayarse, como no era profesional, sino aficionado, salió corriendo, sin llevarse nada. Y muy preocupado, al día siguiente llamó por teléfono a la tienda:

—Oiga, soy el atracador de ayer... ¿Se recuperó ya la señora?

Y Rosario, como lo más normal del mundo:

—Sí, ya estoy mejorcita, muchas gracias por llamar.

Óle. En Francos estaba el Bar Pajaritos de Moisés, otro montañés de Sevilla, que servía la manteca colorá más rara del mundo: te echabas un lamparón con la pringue y a las pocas horas la mancha había desaparecido. Y la famosa e inmensa librería de Pascual Lázaro, frente por frente a Los Caminos, que era la antigua de Sobrinos de Izquierdo, depositaria de los derechos de autor de Muñoz y Pabón. Y Benítez y los increíbles altares de Corpus que montaba en el interminable zaguán de entrada a su tienda de tejidos. Y Alpresa y su tienda de objetos religiosos, cuyo hijo abogado, amigo íntimo del Padre Cué, conserva la estilográfica con la que el jesuita escribió «Cómo llora Sevilla». Eso, eso: cómo llora Sevilla por la muerte comercial de Francos y cuántos gorigoris más podrían escribirse por la perdida grandeza de la calle. (Si usted quiere participar, mándeme sus recuerdos a redcuadro@yahoo.es). Como en el bolero de Carmelo Larrea, «ya todo aquello pasó, todo quedó en el olvido». Unos pocos y admirables comerciantes, desafiando a la crisis y al chirrín chirrán municipal del centro, mantienen Francos según cantaba Juanita Reina: como reliquia y tesoro.

 

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