ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


Jálogüin en el cementerio

Este pasado Día de los Difuntos me he encontrado, como le habrá ocurrido a usted, con multitud de niños, chavalas, muchachas, chavalotes, tíos hechos y derechos y mujeronas disfrazados del horror horroroso en ese tétrico Carnaval de la muerte, que si el uno va de vampiro, que si el otro de pasante de Drácula, que si aquella de novia de Pedro Botero, que si el de más allá con la cara maquillada como si se acabara de levantar de la tumba después de la siestecita del sueño eterno. Aunque el intríngulis de esta fiesta importada y extraña a nuestra cultura es meter miedo en el cuerpo, ninguno de los jalogüineros que me encontré me dio la mejor jindama. Lo que me ha dado de verdad miedo, pero lo que se dice miedo, pánico, horror, espanto, pavor y terror ha sido el columbario de poetas, estilo Ikea, que han plantificado en lo más artístico y monumental del cementerio, junto a la tumba de Joselito el Gallo. Como Morena Clara cuando vio entrar a un civil con bigote: «Ojú, qué miedo, chavó». O como lo que cantaba la chirigota de Los Borrachos en Cádiz, cuando vieron el cartel del Carnaval que había pintado y cobrado Rafael Alberti: «¿Pero qué es esto, Dios mío de mi alma?».
Eso: ¿pero qué es esto, Dios mío de mi alma? ¿El columbario del Jardín de los Poetas o, como dice la gente, una caseta de peones camineros? Yo tengo mi teoría, que es la siguiente: ese mamarrachada funeraria no se entiende sin la Alianza de Civilizaciones. Estos señores socios de Romerijo, digo, de Torrijos, se han tomado tan al pie de la letra lo de la Alianza de Civilizaciones que cuando se les ocurrió la chorrada del Jardín de los Poetas pensaron inmediatamente en el rebujito de civilizaciones de la mentada Alianza: la cultura cristiana de la muerte y la civilización anglosajona del Jálogüin y el canguelo. Y como no era cosa de poner en el cementerio una estatua de Drácula al modo de mausoleo de Paquirri, ni de espurrear por allí calabazas del terror a la manera de la columna truncada de la tumba del Espartero, pues decidieron plasmar todo el horror del Jálogüin en una especie de panteón con pinta de fachada de bar de copas. Ya digo: lo que más miedo me ha dado en estas fechas de Tosantos y Difuntos no ha sido la chavalería del terror, sino el columbario del Jardín de los Poetas, que cuando la palmen irán como decía El Beni: «¡Pal jardín!»
Lo que es, además, una trastá para los poetas. ¿Qué malo ha hecho el pobre de Rafael Montesinos, aparte de no olvidar a su Sevilla ni un solo minuto de su vida, para que le hagan ahora la jangá de depositar sus cenizas en semejante mamarracho levantado en el mejor cahíz del camposanto de San Fernando? Encima de que a los poetas no los leen en vida, ¡hala!, ahora todos allí arrebujados en eso que es como una Biblioteca del Prado para urnas cinerarias. Los restos de los poetas, en ese como almacén, estarán tan olvidados como en vida estuvieron sus versos. ¿A que recuerda una de las entradas a los ascensores de las estaciones del Metro? Parece que se van a abrir esas puertas y va a aparecer el ascensor que te lleva al más allá.
¿Han llevado ya las cenizas de Rafael Montesinos a ese espanto de Jálogüin que han colocado junto a la tumba de Joselito? Parece que le estoy oyendo decir al poeta de «Los años irreparables»: «He vivido cuatro días,/tres no fueron sevillanos:/no me metas, carnes mías,/en el ovni de un marciano».

 

 

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