ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


Flamenquito y jamoncito

Aunque se dedique al corazoneo del tomateo del famoseo y a alquimias tan prodigiosas como convertir en estrella mediática a la peluquera de Rocío Jurado, Jorge Javier Vázquez, de quien soy partidario, es licenciado en Filología Hispánica. Y se le nota. Y frente a ese mundo repugnante de los traficantes de famas ajenas, que por menos de la micción de un felino van y dicen, cuando alguien se atreve a toserles:
—¡Te voy a poner una querella que te vas a cagar!
Frente a ese mundo de las cámaras permanentemente apostadas ante el portal de Belén (Esteban), cuando no lo están ante la casa del director del Banco de España, tal como vamos haciendo el camino de Grecia y de Irlanda, Jorge Javier Vázquez suele dar otra dimensión de cultura y cordura. La otra tarde, una de las «colaboradoras» (como les llaman a las que se están haciendo ricas despellejando a la gente) se refirió «al Sur», como suelen llamar a Andalucía. No vienen a Andalucía, ni a Sevilla, sino «al Sur», ¡toma ya! Y viene para todos los tópicos del mundo. Una de ellas, que seguramente llegará invitada a Ave en clase club, hotel Alfonso XIII, mesa y mantel por Tomás Terry para el Sicab, dijo:
—Sí, iré a un flamenquito...
Y Jorge Javier, óle, la cortó tajantemente:
—Detesto la palabra «flamenquito», y detesto la palabra «jamoncito».
Como tantos de aquí odiamos tales diminutivos tópicos sobre nuestra tierra, de los que los indígenas tenemos parte de culpa, por fomentarlos, como lo de «la noche del pescaíto» de la Feria. Triste realidad. Dé usted, doña Unesco, el título de Patrimonio de la Humanidad al flamenco, para que a los ojos de los chuflas de Madrissss sea «un flamenquito». Y preocúpese usted, don Julio Revilla, por defender al ibérico serrano de bellota frente a los embustes de falsificación que propala la consejera de Agricultura, para que el jamón sea para este ganado «un jamoncito». Quizá el origen de todo esté en esa Pijolandia que Sevilla lleva dentro y que cada vez está más extendida. Sí, esos diminutivos pijos de «la cenita» y «la charlita»:
—A ver si tenemos una charlita en casa de Macarena, que nos va a invitar a una cenita.
Esos pijos que te dicen, para ser más que nadie:
—Sí, papá ha presentado concurso de acreedores en el campo...
Y te hablan del concurso de acreedores como si fuera un concurso de enganches, algo exclusivo que sólo tienen ellos. Al paso que vamos, no tener concurso de acreedores va a ser como no tener caseta en Feria ni abono de barrera en los toros.
Había en el habla de Sevilla unos diminutivos preciosos que le daban grandeza a nuestra lengua, y que frente al flamenquito y al jamoncito se están perdiendo. Le poníamos diminutivo hasta a los gerundios: andandito, deseandito, chorreandito. Y a los adverbios: prontito, lejitos. O ese «ahora mismito» que es el cante de ida y vuelta del «ahorita mismo» de los mexicanos. O el retruécano barroco del «grandecito», como quitando importancia al tamaño o la importancia de algo. Como la «cornadita» de pronóstico grave a un torero. Ahora, que hablando de cornaditas, la chorrada del flamenquito y el jamoncito es un cornalón al respeto debido por nuestras cosas. Mira cómo no se atreven a hablar del «pantumaquita» de los catalanes ni del «aurrescusito» de los vascos...
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