ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


Yo vi dos veces a un santo

Como en Estados Unidos te enseñan la cama donde durmió Washington, que tiene que haber en toda la Unión algo así como siete mil millones de camas donde durmió Washington, qué tío más viajero y qué tío más dormilón... Como esas históricas piltras washingtonianas, en muchas casas andaluzas te muestran la cama donde durmió el Beato Padre Tarín cuando el predicador jesuita iba de misiones por los pueblos. Todos hemos conocido a una anciana monja de las Hermanas de la Cruz que trató a Sor Angela de la Cruz, que ya es Santa Angela de la Cruz, y que contaba anécdotas de la fundadora. En esta sociedad cada vez más laica, cuyo Evangelio es la Wikipedia, haber visto a un santo sigue teniendo al menos el interés del fetichismo y de la mitomanía. Hombre, no es que los santos firmen balones como Messi, pero haber conocido en persona a un santo es para algunos algo tan prodigioso como los testimonios de sus virtudes heroicas.
Razón por la que estoy encantado con la beatificación del Papa Juan Pablo II. Ya me siento igual que la monja que trató a Sor Angela, como el hidalgo de pueblo que tiene la cama donde durmió el Padre Tarín. Cuando el 1º de Mayo (lagarto, lagarto con la fecha) el Beni de Roma, o sea, Benedicto XVI, beatifique a Juan Pablo II, podré decir, como media Humanidad y parte de la otra media, que he visto a un santo.
Sin necesidad de meterme en carretera ni de ir a Roma, yo vi dos veces a Juan Pablo II en el exterior de la Catedral de Sevilla. La primera fue en 1982, en la España del Cambio y del Mundial de Fútbol en la que González ya había ganado las generales. Juan Pablo II venía a beatificar a Sor Angela de la Cruz. Desde un balcón de mi familia lo vi llegar en su papamóvil a la Puerta de la Asunción de la Catedral. Barrunté que aquel Papa iba para santo por un prodigio que allí se obró: dejó el papamóvil mal aparcado en plena Avenida y los municipales no lo multaron.
La verdad que aquella vez no me pareció que Juan Pablo II tuviera planta de santo. Ese don divino que llaman carisma. Que sí se lo encontré, y sobrado, en su segunda visita, en 1993, cuando vino para presidir el XLV Congreso Eucarístico Internacional y lo vi ascender a la Giralda, y asomar su blanca sotana al primer balconcillo para rezar el Ángelus desde el antiguo alminar de la mezquita aljama, ¡toma ya alianza de civilizaciones! Desde el mármol de aquella balaustrada, entre los atauriques de la ladrillería almohade, el Papa que cambió el rumbo de la historia en Europa y obró el milagro de la caída del Muro de Berlín se nos aparecía con un halo llámenle al menos mágico, que no era precisamente de la luz del sol de mediodía.
Dicen que Juan Pablo II es el Papa de los récords. Y tanto. ¿Cuantos miles de kilómetros recorrió este santo varón en su pontificado? ¿En cuántos países besó la tierra, doblemente genuflexo, al bajar del avión? Pero hay otro récord histórico que batirá este Papa que va que escarba camino de los altares, para rabia, rabiña de los laicos progres abogados del diablo que le siguen llamando despectivamente Wojtila. En toda la historia de la Iglesia ningún santo fue visto y oído por tantos millones de personas, en todos los continentes como Juan Pablo II. Si soy yo, que no me gusta meterme en carretera, y vi dos veces a un santo sin moverme del mejor cahíz de tierra del mundo...
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