ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


La Sevilla de Pepín Martín Vázquez

En los cines de verano de los pueblos repetían todos los años las películas de taquillazo asegurado. Cuando bajo el techo de estrellas pintado por el mismo Dios repetían «Currito de la Cruz», la gente hasta se tenía que llevar las sillas de su casa, del llenazo. En Camas también ponían todos los veranos «Currito de la Cruz». Y todos los veranos iba a verla un chaval que andaba guardando cochinos en Gambogaz: el niño de Andrea, la de la calle de la Cruz. Aquel chaval soñaba con ser torero cada vez que veía en el cine de verano al Currito de la Cruz de la película, el prodigio de su capote, su galleo lleno de gracia, la muleta planchada citando a pitón contrario. No sabía entonces que el que salía en «Currito de la Cruz» era Pepín Martín Vázquez.

Aquel chaval se llamaba Francisco Romero López. Curro le decían. Curro quiso ser como Currito. Pero fue como el torero que encarnaba a Currito de la Cruz en la película de Luis Lucia, como Pepín Martín Vázquez: torero de Sevilla. Cuando estábamos haciendo el libro de su vida y Curro me contaba que quiso ser torero porque «Currito de la Cruz» le despertó la afición en el cine de verano, pensé que Pepín Martín Vázquez podía poner en su casa algo así como la leyenda del baldaquino de plata de la Virgen de los Reyes, el «Per me reges regnant». Pepín Martín Vázquez podía haber puesto en las armas de su nobleza torera: «Por mí se perpetuó el toreo según Sevilla».

Ayer se cerró ese circulo de la vida y del toreo. Aquel chaval de Camas que quiso ser torero porque vio a Currito en el cine despidió en el tanatorio a Pepín Martín Vázquez. El toreo según Sevilla es una cadena. Una cadena tan rota por la muerte de Pepín Martín Vázquez como las que partió Bonifaz para ganar Sevilla a los moros. Esa cadena viene de Belmonte, pasa por Chicuelo, sigue en Pepín Martín Vázquez, continúa en Pepe Luis Vázquez, se prolonga en Curro. Siempre hubo un pontífice máximo en la sede hispalense del toreo. Cuando se fue Belmonte vino Chicuelo. Cuando se fue Chicuelo vino Pepín Martín Vázquez. El torero de La Resolana fue un eslabón perdido y roto de esta cadena que las crónicas dicen que hoy llega hasta Morante. A Pepín, con grave injusticia, no lo recordaba ni la gente del toreo. Pepín, torerazo de Sevilla, eslabón perdido entre Chicuelo y Pepe Luis, fue en los años 40 el gran torero popular, en fama y en arte. Qué torero y qué época del toreo. La época en que mandan Manolete y Arruza, y viene arreando Luis Miguel. Miren el cartel de la alternativa de Pepín, 1944, Barcelona: se la da Domingo Ortega y son testigos Pepe Luis y Arruza. Aquellas temporadas, del 44 al 47, aquellas Beneficencias, fueron la etapa dorada de Pepín. Hasta que en el fatídico agosto de 1947, diez días antes de la explosión de Cádiz, veinte días antes de lo de Linares, un toro de Concha y Sierra le pegó el cornalón gordo de Valdepeñas. Actúa aquella tarde con un Manolete que no sabe que quizá ya hayan embarcado a «Islero» en Zahariche. Ahí empieza el declive del gran torero de Sevilla, artista muy castigado por los toros como todo el que torea con la femoral, que se retiró finalmente en 1953 en Caracas y que desde entonces vivió alejado del mundanal ruido de la fiesta y de los papeles, sin exégetas ni partidarios. En la Sevilla de los chuflas y los pintamonas, Pepín Martín Vázquez fue como un desterrado en su propia tierra, como un enterrado en vida por la injusticia del olvido. Ayer enterraron definitivamente a ese gran torero de esa Sevilla apolínea, secreta, seria, honda. Sevilla pura en el distanciado exilio interior de Pepín. Tan pura como su toreo.

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