ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


Piratas sin Caribe

Creo que al modo de «El Padrino», de «Torrente» o de «Rocky», ya van por la entrega número siete u ocho de «Piratas del Caribe». Película que no sé si a usted le pasa con ella como a mí: que no tengo ganas ninguna de verla, sobre todo después que contemplé algún trailer donde salía un tío como con un pulpo de trasmallo puesto en la cabeza, puaf, qué asco. Con los cinematográficos piratas del Caribe nos pasa a muchos como con «Operación Triunfo», con «Se llama copla», con «Gran Hermano» o con «Supervivientes»: que no hemos visto ningún capítulo. «Ni Dios lo premita», como dijo Lola Flores cuando le preguntaron en Miami si sabía hablar inglés.

Pero no hace falta ir al cine para hartarse de ver piratas. Piratas sin Caribe, pero piratas al fin y al cabo. Basta, por ejemplo, con sentarse en uno de los setecientos mil veladores que han puesto en la Avenida y que son, como se decía antes, «un coche parado». Un palco de privilegio para contemplar el espectáculo de las costumbres. Estamos, un año más, en el verano de los que llaman pantalones piratas. Pantalones ni cortos ni largos, sino todo lo contrario, a media pierna, como se los remangan algunos costaleros. Pantalones anchos como el Guadalquivir por Coria, fláccidos, que no conocieron jamás ni la plancha ni raya. La raya la dejan los que visten pantalones piratas para las coplas del Rocío: «la Raya, la Raya, la Raya Real».

La guasa sevillana los llamaba antes «pantalones de pescar ranas». No hay ranas en el mundo, ni en los anuncios televisivos del jamón de York, como para que sean pescadas por todos los que llevan tal prenda. Mugrienta, espantosa, zarrapastrosa. Antes así sólo se vestía quien estaba en la playa, con el bañador debajo, para quitarse los piratas en la sombrilla y pegarse el chapuzón. Ya parece que la playa está en la Plaza Nueva y el muelle pesquero en la Puerta Jerez, porque yo no he visto nunca más gente por la Avenida paseándose con pantalones piratas. Y si fuera sólo para pasearse... Pero es que vas al banco y los que hacen cola en la ventanilla delante de ti van en pantalones piratas. Y en la Universidad, ni te cuento los cientos y cientos de pantalones piratas en clase. Hasta en los juzgados ves a la gente en pantalones piratas.

—Mientras no vayan los jueces con toga-sudadera, pírcin y pantalón pirata por debajo...

No le ponga límites a la degeneración del buen gusto, que todo podrá andarse. Yo ya he visto pantalones piratas entre quienes, los sábados por la tarde, con dos cuartas de arroz en el suelo, esperan turno en el Andén del Ayuntamiento para las bodas civiles del Salón Colón.

El pantalón pirata, además, para que sea completamente de «colega», no admite zapatos. Ni deportivos siquiera. Ni incluso esas sandalias con calcetines negros que usan los turistas de pantalón corto que se ven por el Alcázar y la Catedral. ¡Qué clásicas las sandalias con calcetines negros de los alemanes! El pantalón pirata exige chanclas, como el esmoquin pide corbata de lazo. Lo peor de estos piratas sin Caribe no sé si son esos pantalones fondones, como cagalones, o las chanclas de reglamento, con los pies (guarros) al aire, todo mugre y mal olor, repugnando a la vista.

Así que pasas por el escaparate de una sastrería, ves una chaqueta de mil rayas y un pantalón fresco de estambre, y te acuerdas, ay, de cuando Sevilla no estaba a orillas del Caribe ni tenía el horror de tener que padecer a estos piratas zarrapastrosos del pantalón ni corto ni largo, sino todo lo contrario: horroroso.

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