HABÍA
terminado la junta de la Real Academia de Buenas Letras
y veníamos paseando el anochecer sobre el mejor cahíz
de tierra del mundo. La oscuridad recortaba las murallas
del Alcázar, y Francisco Morales Padrón me hablaba de
lo obligado en estas fechas entre sevillanos:
--¿Tú sabes quién va a ser el pregonero?
Ni que decir hay qué pregona ese
pregonero. Y ni que decir hay que Morales Padrón me fue
contando todos los consejos que le dieron a él cuando
lo nombraron:
Don Juan Lemus, el cura de Santa
Cruz, me dijo: «Si quiere usted tener éxito, hable
media hora de la Macarena, un cuarto de hora de su
cofradía de usted y otro cuarto de hora de lo que le
dé la gana .... » Y el difunto Tomás Sanz ...
--¿El librero?
--Sí, don Tomás Sanz ...
--¿Pero por qué dices «el difunto Tomás Sanz»?
¿Es que ha muerto?
--Sí, ¿tú no lo sabías? Murió a la semana de
cerrarse la librería...
--Pero no se publicó papeleta, no lo sabe nadie...
--Sí, tú sabes lo raro que era don
Tomás. No quiso que se enterara nadie...
Y ya, mientras la noche seguía
silueteando con sus tijeras el recortable de las
murallas del Alcázar, pasamos de hablar del pregón a
hablar de la muerte pequeña de Sevilla. Hay muertes
antiguas, con mandas de misas en silencio, como la del
librero Sanz. Te crees que vive todavía una Sevilla de
la memoria, y ha muerto sin decirle nada a nadie, quizá
para que nos creamos que sigue viva. Otros que ves ir y
venir, figurar y arrasar, presidir y llevar la vara de
oro, están muertos y ni ellos mismos lo saben. ¿Qué
hay de muerte y qué hay de vida en esta ciudad? La
muerte de don Tomás Sanz no vino en el periódico, y
cuando te echas los papeles de la mañana a la cara los
ves llenos de fotografías de muertos en vida, que nada
son, que por muchas papeletas así de grande que pongan,
aunque esté feo señalar, no merecerán siquiera la
lágrima del breve olor de la dama de noche junto a las
murallas, del arrayán junto al león de azulejos que
pintó Gestoso: «Ad utrumque paratus». Hay que estar
preparado para todo en las incógnitas de esta Sevilla,
donde hablas con unos vivos que son, eso, unos vivos, su
mismo nombre lo indica, y donde la más bella memoria de
las cosas te trae la lección de silencio de los
muertos.
Yo ahora, lector, imagino una ciudad viva, donde
mientras cae la noche estamos hablando del pregón, como
marca la tabla de este noviembre. Estamos en el
mostrador del difunto Trifón,
bebiendo manzanilla que ha vendido el difunto Simón
el de la Gitana, y por allí aparece el difunto Joaquín
Romero Murube, que trae bajo el brazo un libro del
difunto Chaves Nogales. Al rato aporta el difunto
Florencio Quintero, con un papelón de pescado frito que
se viene comiendo el difunto Paco Palacios, y ni
pedacitos quedan cuando llega el difunto Rodríguez
Buzón, que viene de ver una saya bordada en el taller
del difunto Rodríguez Ojeda, y nos dice que quien
debería dar el pregón es el difunto Rafael Laffón.
Nadie, como suele ocurrir, ha leído sus libros. El
difunto Ramón Martín Cartaya propone que vayamos a
comprarlos. Vamos a la calle Sierpes, y el difunto
Tomás Sanz nos vende un ejemplar intonso del «Discurso
de las cofradías». Se lo pagamos con la viva moneda de
la luna de noviembre. Y llegamos a la conclusión de que
a veces la ciudad más muerta es la de los vivos.
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