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 Antonio BurgosEl Recuadro

   Las Cuarenta Sevillas

Diario 16 de Andalucía, 22 de diciemnbre de 1990

 Antonio Burgos

Portada de la antología "Las cuarenta Sevillas", de Antonio Burgos (1990)


Portada de la antología "Las Cuarenta Sevillas", de Antonio Burgos, publicada por Diario 16 de Andalucía en diciembre de 1990

El difunto Tomás Sanz

HABÍA terminado la junta de la Real Academia de Buenas Letras y veníamos paseando el anochecer sobre el mejor cahíz de tierra del mundo. La oscuridad recortaba las murallas del Alcázar, y Francisco Morales Padrón me hablaba de lo obligado en estas fechas entre sevillanos:

--¿Tú sabes quién va a ser el pregonero?

Ni que decir hay qué pregona ese pregonero. Y ni que decir hay que Morales Padrón me fue contando todos los consejos que le dieron a él cuando lo nombraron:

Don Juan Lemus, el cura de Santa Cruz, me dijo: «Si quiere usted tener éxito, hable media hora de la Macarena, un cuarto de hora de su cofradía de usted y otro cuarto de hora de lo que le dé la gana .... » Y el difunto Tomás Sanz ...

--¿El librero?

--Sí, don Tomás Sanz ...

--¿Pero por qué dices «el difunto Tomás Sanz»? ¿Es que ha muerto?

--Sí, ¿tú no lo sabías? Murió a la semana de cerrarse la librería...

--Pero no se publicó papeleta, no lo sabe nadie...

--Sí, tú sabes lo raro que era don Tomás. No quiso que se enterara nadie...

Y ya, mientras la noche seguía silueteando con sus tijeras el recortable de las murallas del Alcázar, pasamos de hablar del pregón a hablar de la muerte pequeña de Sevilla. Hay muertes antiguas, con mandas de misas en silencio, como la del librero Sanz. Te crees que vive todavía una Sevilla de la memoria, y ha muerto sin decirle nada a nadie, quizá para que nos creamos que sigue viva. Otros que ves ir y venir, figurar y arrasar, presidir y llevar la vara de oro, están muertos y ni ellos mismos lo saben. ¿Qué hay de muerte y qué hay de vida en esta ciudad? La muerte de don Tomás Sanz no vino en el periódico, y cuando te echas los papeles de la mañana a la cara los ves llenos de fotografías de muertos en vida, que nada son, que por muchas papeletas así de grande que pongan, aunque esté feo señalar, no merecerán siquiera la lágrima del breve olor de la dama de noche junto a las murallas, del arrayán junto al león de azulejos que pintó Gestoso: «Ad utrumque paratus». Hay que estar preparado para todo en las incógnitas de esta Sevilla, donde hablas con unos vivos que son, eso, unos vivos, su mismo nombre lo indica, y donde la más bella memoria de las cosas te trae la lección de silencio de los muertos.

Yo ahora, lector, imagino una ciudad viva, donde mientras cae la noche estamos hablando del pregón, como marca la tabla de este noviembre. Estamos en el mostrador del difunto Trifón, bebiendo manzanilla que ha vendido el difunto Simón el de la Gitana, y por allí aparece el difunto Joaquín Romero Murube, que trae bajo el brazo un libro del difunto Chaves Nogales. Al rato aporta el difunto Florencio Quintero, con un papelón de pescado frito que se viene comiendo el difunto Paco Palacios, y ni pedacitos quedan cuando llega el difunto Rodríguez Buzón, que viene de ver una saya bordada en el taller del difunto Rodríguez Ojeda, y nos dice que quien debería dar el pregón es el difunto Rafael Laffón. Nadie, como suele ocurrir, ha leído sus libros. El difunto Ramón Martín Cartaya propone que vayamos a comprarlos. Vamos a la calle Sierpes, y el difunto Tomás Sanz nos vende un ejemplar intonso del «Discurso de las cofradías». Se lo pagamos con la viva moneda de la luna de noviembre. Y llegamos a la conclusión de que a veces la ciudad más muerta es la de los vivos.

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