Antonio Burgos / El Recuadro

El Mundo, 26 de enero de 1995

Antonio Burgos

Quiero volver a San Sebastián

 

Tenía de San Sebastián una imagen ya amarillecida, de postales de viejos veraneos que familias andaluza guardaban en sus álbumes encuadernados en piel. Una imagen con una guerra europea al fondo, una España próspera en trigales y viñedos, que cada verano bajaba a la playa de la Concha, entre casas tardomodernistas y barandillas de balaustradas de yeso, canotiers con trajes blancos, criadas con encajes y niños vestidos de marineritos del acorazado "España", todos rubios como infantes. Era un tiempo el que veía en aquella imágenes que transcurría lento y bello, con los verdores de Monte Urgull al fondo, con la isla de Santa Clara siempre como esperando que llegara un buque de la Armada con Don Alfonso XIII a bordo, quizá con el solo objeto de decirle al político Rodríguez de la Borbolla, ministro de Jornada, que aquí abajo en Sevilla había hecho aquel día 44 grados a la sombra, sólo para que la sorna liberal de Perico, acordándose de los toldos de la calle Sierpes mirando las velas de los pesqueros, responderle pudiera: "Señor, la que me estoy perdiendo..."

Tuve durante muchos años a San Sebastián como un sueño. Ese San Sebastián de la Restauración de los veraneos burgueses de España. El San Sebastián del Pacto por la República. El otro San Sebastián de la retaguardia de la guerra civil, que era el "San Sestabién" de las páginas del "Diccionario para un macuto" de García Serrano. El San Sebastián, por qué no decirlo, de la resistencia a la dictadura de Franco, de donde nos llegaban revistas y libros de versos. El San Sebastián del resurgir del nacionalismo burgués tras el advenimiento de la democracia. Ese San Sebastián que a los andaluces siempre se nos aparecía como un París con paseos por el Bulevar y un puente de Santa Cristina que disfrazaba de Sena al Urumea, adonde cada año llegaban las estrellas del festival de cine, en aquella escalera de honor que era un Hollywood con espatadaris. Soñábamos San Sebastián como soñábamos Venecia, o La Habana, o tantas ciudades queridas, con la admiración de la belleza de la ciudad desconocida y con la sana envidia de la sociedad que siempre iba en cabeza de la clasificación general de la renta per capita en la vuelta a España del desarrollismo que eran los tomacos de los estudios del banco de Bilbao.

Hasta que un día, por fin, llegamos a San Sebastián, a su brisa y a la pleamar con juegos de pelota de su playa, a los verdes increíbles de la paleta de Zuloaga o Regoyos, a las salas sombrías y llenas de civilización del museo de San Telmo, donde nos emocionaba aquella tablita del hermano de Bécquer con un paseíllo en la Maestranza del XIX. Un día, por fin, oímos las campanas de la Catedral del Buen Pastor y, andaluces al fin y al cabo y defensores de la cultura de la tapa, nos quitamos el sombrero ante la civilización del pincho, en esos bares del casco viejo que son espejo de convivencia de un pueblo de navegantes y de industriales, de recios jesuitas y de manos trabajadoras de astilleros y serradoras que hablaban por la pluma de Gabriel Celaya. No sin nostalgia, mañanas de paseos junto a la mar bravía, mediodías de pinchos en casa de Juanito Kojúa, tardes de cristaleras del bar del Hotel Londres, escaparates de las tiendas más refinadas que me pudiera encontrar, he de confesar que en San Sebastián fui feliz, entre aquellas gentes.

Ciudadanos los de Donosti que un día de junio de este año, por el mejor de los medios, que son las urnas, dijeron abiertamente no a los que querían convertir en un trozo ¿de que?, aquella que para muchos andaluces es una utopía en forma de ciudad y de sociedad. La otra tarde, un disparo mató a un hombre que le quitó a esa querida ciudad el miedo, y le metió en los tuétanos la utopía siempre realizable de la libertad. Fue en un pequeño restaurante, de esos donde te sirven camareras con delantales blancos que siempre te parecen como monjas de clausura de las mesas y los fogones. Hoy, las campanas han tocado por ese hombre que ha muerto, y su tañido lo he oído hasta la misma orilla del Guadalquivir donde antaño llegaban los comerciantes de Donosti con sus bergantines y sus goletas. Hoy, esa delicia en forma de ciudad ha guardado el silencio del dolor y de la esperanza. Yo también guardo silencio. Un silencio de espera. Quiero cuanto antes volver a San Sebastián. Los españoles deberíamos volver a San Sebastián para decirles con nuestra presencia a los donostiarras que, hoy, más que nunca, estamos a su lado.


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