Antonio Burgos / Antología de Recuadros

ABC de Sevilla, 16 de agosto de 1986

 


Los zapatitos del Niño

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Había en Sevilla una sabia y prudente mujer, de la que algunos todavía recuerdan la inteligencia de su sonrisa, que fue la primera zapatera que tuvo la ciudad, pues abrió comercio de chicarrería y con empeño sólo superado por su esfuerzo ganó fama, y labró considerada, larga y principal clientela para su establecimiento, que puso en la calle que llaman de Gradas. Allí su seriedad y tesón, de nación castellana, hicieron que pronto, y nunca mejor empleadas las palabras del viejo dicho, encontraran las madres sevillanas la horma de su zapato. Que coches con corona a la puerta de su zapatería llegaban, de donde bajaban rubios niños de mirada azul; y no para ellos su sonrisa era más generosa que para las angustiadas madres de los pueblos que a nuestra mujer acudían, pidiendo unos chicarros para pies con males de nacencia. Que para todas tenía la misma inteligencia en la sonrisa, llamando como la señora marquesa a la que escuchar su título quería, y diciendo sólo hija a la que, en la cortedad de sus caudales, más digna era de atención que otras de honores.

Porque era aquella zapatera justa y trabajadora, que no conocía fiestas ni veraneos, más que el camino que mediaba entre su comercio y su cercana casa, en la misma collación del Sagrario de la Santa Iglesia Catedral. Y por esta cercanía, los domingos la veían hablar con una Augusta y Celestial Vecina, que era, como algunas de las que en su comercio entraban, Reina. Por el barrio se dice que a esta Augusta Vecina con la que los domingos hablaba en su Real Capilla, en la misa de once y media, no la llamaba la zapatera como a las clientas de los coches con corona, en tercera persona, sino que, como a aquellas a las que gustaba de socorrer, la vocaba de Hija, aun a sabiendas de que era la Madre de Su Divina Majestad. Con su velillo y su misal, la zapatera había llegado a intimar con la Virgen de los Reyes en aquellas charlas de domingo que sólo nuestra sabia y prudente mujer oía.

Y fue que Dios llamó a nuestra zapatera, con el apremio y la sorpresa del papel de un cobro impensado. Mujer seria y pagadora en su comercio, saldó con puntualidad y discreción aquella deuda con su vida. Y ocurrió que el trance sobrevino cuando las grandes calores, que ya estaban limpiando la plata para la novena de la Virgen. Y ocurrió aquel año en la procesión de la Patrona el más peregrino lance que nunca se vio en la iglesia mayor. Que salió, como todos los años, la Virgen por la Puerta de los Palos, llevando en la falda a su Hijo, como las madres ponían a sus niños para que les probara los chicarros en su comercio la zapatera. Pero el Divino Niño, que Guasón le llaman por cómo se ríe en su gloria ante Sevilla, no calzaba hogaño ni sus zapatitos de oro ni los que bordados en flores de lis le donó la Infanta. Que en su mostrador del cielo nuestra zapatera había ya hecho clienta a la Virgen con la que los domingos hablaba, y le había vendido unos zapatitos nuevos para el Niño, de primera postura, que no eran de oro, ni de plata eran, ni bordados por agujas de San Telmo con flores de lis, sino que eran los más humildes, baratos, pero dignos chicarros que nuestra zapatera vendía a las atribuladas mujeres de los pueblos. Y así como en esta vida había sido proveedora de la Real Casa, en la otra, cuya gracia con la rectitud de su vida se ganó, su Vecina de la Capilla Real la había ya hecho zapatera de aquel Rey cuyo pequeño pie, de tantos domingos, tan bien conocía.

Y nadie se dio cuenta que aquel día de agosto, en la procesión, el Niño de la Virgen paseó por Gradas haciendo más nueva su sonrisa, que era Niño con zapatos nuevos. Si se sabe la historia es porque el hijo de aquella zapatera es cronista en la ciudad y su corazón acertó a verlo.

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