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De rosa y oro 

                                            por Antonio Burgos


Num. 3053 -13 de febrero 2003                                    Ir a "¡Hola!" en Internet
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"Jazmines en el ojal", editorial La Esfera de los Libros, prólogo de María Dolores Pradera   

"JAZMINES EN EL OJAL", nuevo libro de Antonio Burgos

 

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Una vez me lo preguntaron como una de esas cuestiones más traicioneras que insólitas que suelen plantear en las entrevistas, del tipo "¿qué cuadro salvaría usted de un incendio en el Museo del Prado?" o "¿a quién elegiría para irse a vivir a una isla desierta?" En esos casos hay que contestar: "Usted es un mal nacido, que lo quiere es que El Prado salga ardiendo y que el barco se me hunda". La pregunta era del mismo corte, aunque más culta e ilustrada: "¿En qué sitio y en qué época le hubiera gustado vivir?" Dije, naturalmente, que en Cádiz. Y créanme que lo dije de corazón, no de "ojaneta de la Caleta", como llaman allí a la falsedad. ¿Cuándo? Está clarísimo: en el Cádiz de las Cortes de 1812, cuando la Libertad estaba naciendo en la cuna de la Constitución y la ciudad era espejo donde dos mundos se miraban, América y Europa. Pero maticé mi utopía de la moviola de la Historia con ciertas matizaciones: "Me gustaría vivir en el Cádiz de las Cortes, pero teniendo luz eléctrica, teléfono, televisión, calefacción, agua corriente, antibióticos, gas ciudad, ordenador, ascensor, fax, y, si me apuran, un coche a la puerta que no fuese un coche de caballos."

-- Hombre, así, cualquiera...

La llamada cultura material es el verdadero signo de nuestro tiempo, al que no podemos renunciar. A los inventos les pasa como a los seres queridos que tenemos cerca: que sólo los echamos en falta cuando se nos van. Me di cuenta la tarde de la pasada Nochebuena. Venían a cenar los más cercanos de la familia, estaba todo casi dispuesto, cuando a 8 de la tarde, de golpe, plas, se fue la luz. Como solemos hacer, salí a la escalera, para ver si se había ido en toda la casa o la avería era nuestra. Mal de muchos, consuelo de pisos sin luz. Salí y comprobé que la avería nos había tocado a nosotros solos. Con el cava y el "foie" puesto en la nevera. Con todo a punto de estropearse, y con los platos que había que calentar, fríos como el mármol. Y sin luz para poder ver y arreglarnos, y parado el aire acondicionado que calentaba la casa helada. ¿Y quién encontraba un electricista a aquella hora, si todos estarían ya en sus cenas de Nochebuena? Menos mal que tengo un portero que es mejor que Iker Casillas y que mi tocayo el Mono Burgos juntos, que pude llamarlo angustiado y que vino el hombre desde su casa aquel día y a aquella hora y, como es un manitas generosísimo y eficaz, nos devolvió no sin pocos trabajos la luz y, con ella, la civilización.

Sin tragedias griegas eléctricas al filo de la Nochebuena, piensen en el elogio que le hacemos a la civilización el día que el ascensor está roto, o lo están revisando los técnicos, y tenemos que subir los seis pisos de casa a pie. El otro día, por la Candelaria, estuve en la aldea de El Rocío y le di mi personal homenaje a la civilización. Estábamos en una casa confortable, con unos baños magníficos, un equipo musical con discos apropiados, una luz radiante. Despachamos un asunto del trabajo por el teléfono móvil. Hace cuarenta años, cuando mi madre iba a rezarle a la Blanca Paloma, teníamos que llegar por caminos de tierra a una aldea donde no había luz, ni agua corriente, ni teléfono. Era como si llegáramos directamente de la Sevilla del desarrollo y el 600 a la España de los grabados de Gustavo Doré.

¿Y en medicina, dónde dejamos los avances? Si Fleming no hubiera descubierto la penicilina y Waksman la estreptomicina, yo no podría estar ahora escribiendo este artículo. Hubiera muerto en aquella epidemia de meningitis infantil que hubo en España en 1950 y que se llevó a muchos compañeros del colegio. Gracias a la estreptomicina que le traían a mi padre de contrabando desde Tánger puedo contarlo ahora. Y hacerles ver que no sabemos lo que tenemos de lucrarnos de todos los avances de la Historia. El Instituto de Tecnología de Massachusetts (MIT) ha publicado los resultados de una encuesta hecho en Estados Unidos en torno a esta pregunta: «¿Sin cuál de estos cinco inventos no podría usted vivir? 1, automóvil; 2, cepillo de diente; 3, ordenador; 4, teléfono móvil; y 5, horno microondas». El cepillo de dientes triunfó entre los entrevistados, tanto adultos (42%) como adolescentes (34%). Me imagino que será el cepillo de dientes eléctrico. Porque yo no sé usted, pero yo no sabría vivir no sólo sin esos cinco inventos, sino además sin frigorífico, sin televisor, sin friegaplatos, sin lavadora, sin cafetera eléctrica. No quiero ni recordar aquel entripado de la avería eléctrica al filo de la Nochebuena, que nos dejó como a los pastores en Belén, pero sin ni siquiera fuego de la candela del microondas.

 


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