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De rosa y oro 

                                            por Antonio Burgos


Num. 3067 - 22 de mayo del 2003                                    Ir a "¡Hola!" en Internet
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Los expertos en sibaritismo lo dicen: lo mejor es irse de vacaciones al Caribe no en Navidad, sino una semana después, cuando ya no hay de turistas americanos que en vacaciones se quitan del frío de Chicago. Lo mejor es irse a Marbella una semana después de que empiece el curso escolar; ya se ha vuelto todo el mundo a Madrid y encuentras cuarto en el hotel que quieras. Son las excelencias de la temporada baja. Aunque parezca lo contrario, tras las vacaciones las playas siguen ahí, no se las llevan en la Operación Retorno. Lo estoy descubriendo en la playa donde escribo este artículo. No me fui de vacaciones en Semana Santa porque no hay Guardia Civil suficiente como para sacarme de mi Sevilla cuando el Gran Poder y la Macarena están en la calle y la ciudad en flor con sus naranjos. Tampoco me fui como otros hacen, en los días finales de la Feria de Abril; es como si a un aficionado de Madrid le dijeran que se fuese a la playa en San Isidro.

Haciendo caso a los sibaritas, estoy de vacaciones retrasadas de Semana Santa en Tarifa, donde mi hijo Fernando viene como mahometano a la Meca: en peregrinación devotísima de su observancia deportiva del windsurf. Tarifa es el paraíso europeo de windsurf. Dicen que ni en Hawaii, California o Australia hay playas con tanto y tan constante y potente viento. El molesto levante que odian los bañistas es el que los amantes de la tabla de vela hallan en Tarifa como la fuente de la eterna juventud deportiva. Es un milagro que aquí ocurriera la hazaña legendaria de Guzmán el Bueno. Cuando Guzmán arrojó el cuchillo a la morisma para que matara a su hijo antes que entregar la plaza, no sé cómo este levante espantoso no se llevó volando la daga por lo menos hasta Tánger... Tarifa ha hecho del viento una doble industria. Todos sus montes y roquedales, junto al Parque Natural de los Alcornocales, están llenos de molinos para la aventura de la energía eólica, ya más de Sancho que de Quijote, por la rentable y ecológica electricidad que producen. Y las playas que odiarían los bañistas por el fortísimo viento han producido un desconocido esplendor turístico, con hermosas casas rurales de alquiler y apartamentos a la vera del mar del levante con fuerza 5 o 6, que es el que vienen buscando esas furgonetas con matrículas de toda Europa cargadas de tablas a vela o a la última moda, con el "kite", la cometa. Al contrario de los que vivimos en una ciudad monumental y no sabemos apreciar lo que tenemos y nos vamos de vacaciones, los tarifeños están orgullosísimos de lo propio. Les fastidia que el nombre de Tarifa salga sólo en las trágicas noticias de los inmigrantes de las pateras que llegan a estas mismas playas del esplendor turístico del windsurf. Y se esfuerzan en dar a conocer las maravillas de la cocina local de pescado, con todas las costas del Estrecho como vivero para el voraz, la melva canutera o el atún. De aquí, de las almadrabas del Estrecho, es el atún que alimenta el prodigio del milagro japonés. Y atún le pedí al camarero de Casa Morilla, el templo tarifeño del buen pescado, que me dio una lección de valoración de lo propio. Cuando saludó a mi hijo, cliente habitual como asiduo de estos vientos, le preguntó Fernando si él no se iba de vacaciones. Y con la mayor firmeza y naturalidad, nos dijo:

-- ¿Salir yo de Tarifa? Miren ustedes, yo no he pasado una frontera en mi vida, ni siquiera he ido a Tánger, que está ahí frente. Yo en las vacaciones me quedo aquí, a disfrutar de esto sin tener que trabajar. ¿No vienen aquí gentes de todo el mundo, de Alemania, de Suiza, de Holanda, de Francia? ¿Pues por qué me voy a ir yo, si esto es tan bueno que viene tanta gente a verlo? Yo tengo lo mismo que tienen ustedes los que vienen y, encima... ¡me ahorro el viaje!

Me acordé de lo que me dijo una vez un escritor norteamericano a quien le enseñaba Sevilla. Le mostré los monumentos más conocidos y, luego, los tesoros más secretos, como el prodigio renacentista de la Casa de Pilatos o los altares barrocos de los conventos. En un patio donde cantaba el rumor de una fuente, se paró y me dijo:

-- Comprendo que os pasa como al conserje del Museo del Prado. El conserje del Prado, como todos los días ve "Las Meninas", llega a no darle importancia. Y lo mismo les tiene que ocurrir a los gondoleros de Venecia, o a los guías de las pirámides de Egipto, insensibles ya, por cercanía diaria, ante tanta belleza.

El camarero del atún de Tarifa lo tiene clarísimo. No es, desde luego, como el conserje del Prado. Sabe mejor que nadie que vive en un paraíso. Y si vive uno en un paraíso, ¿para qué se va a mover?

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