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De rosa y oro 

                                            por Antonio Burgos


Num. 3079 - 14 de agosto del 2003                                    Ir a "¡Hola!" en Internet
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En la cena del convite de aquella boda, Cristina se dio cuenta de que estaban hablando de ella y de lo que llevaba puesto. Pegó el oído. Oyó que hablaban de su vestido. Pudo escuchar cómo comentaban:

-- Yo creo que es de Antonio Ardón...

-- No, me parece de Tony Benítez...

Y Cristina, para sus adentros, llena de satisfacción, pensó:

-- ¡Pues si supieran que es del mercadillo!

El vestido, en efecto, no era de Antonio Ardón ni de Tony Benítez, sino de otro Antonio. De un Antonio que se llamará de apellido Ortega o Vargas. Un Antonio de raza gitana, vendedor ambulante, con muchísima vista comercial, que por los mercadillos lleva en su furgoneta restos de colecciones a precios increíbles. Cristina, como tantas señoras, es virtuosa de los mercadillos. Su defensora. Cuando sus amigas con tienda le hacen la crítica despiadada a su afición por los mercadillos, diciendo que es cómplice de la competencia desleal y que van a acabar con el comercio tradicional que paga sus impuestos, Cristina defiende a los vendedores ambulantes. Lleva muchas horas de charlita con ellos: en Marbella, en Jerez, en Sanlúcar, en Sevilla, en Córdoba. En media España de mercadillo semanal. Cristina sabe que los vendedores ambulantes de los mercadillos pagan su licencia fiscal, su IRPF y sus impuestos municipales; y que, agrupados en sus asociaciones profesionales y patronales, son completamente legales. En absoluto "sin papeles". ¡Pues anda que no necesitó papeles ni nada Antonio el Gitano, su proveedor, para poder vender esas gangas que en las bodas pasan por modelos de firma!

Cristina sabe que un buen sitio en un mercadillo no es algo que se consiga de la noche a la mañana. Hace falta media vida de honradez y de asistencia en los días rituales de mercado en las ciudades y pueblos del itinerario en cada comarca. Tener un buen sitio en el mercadillo de Benidorm o en el de Málaga es como conseguir un local de esquina en la milla de oro del barrio de Salamanca o en la Diagonal. Y eso que Cristina no suele viajar a Galicia, donde el mercado semanal es una vieja tradición tan actualizada y puesta al día que los ambulantes hasta aceptan tarjetas de crédito, que pasan por lectores electrónicos conectados por radiofrecuencia a las centrales de pago. El día que Cristina pueda pagar con tarjeta de crédito en sus mercadillos andaluces será ya su paraíso.

Me tiene explicado que todo es cuestión de vista, paciencia y gusto:

-- Mira, en los mercadillos te pasa como en las grandes superficies. Tú vas a la sección, ¿qué digo yo?, de lámparas de un hipermercado y te encuentras un verdadero museo de los horrores. Es a primera vista. La gente va a estos sitios con prisa, y hay que tener mucha paciencia. En esa sección de lámparas del hipermercado, si le echas tiempo y tienes paciencia, seguro que te acabas encontrando con unas pantallas monísimas que te hacen juego con la cretona de los sillones de la salita, y además, baratísimas. Con los mercadillos ocurre lo mismo. Hay que echarle tiempo. Aguantar empujones, frío en el invierno y el solazo en el verano. Y despreciar lo que vocean los vendedores por tres euros o por seis euros, ese redondeo de las piezas que más compra la gente, y que suelen ser un auténtico espanto, de un mal gusto increíble. Pero si le echas tiempo, y te pateas sin prisas todos los puestos, uno por uno, a conciencia, mostrador por mostrador, seguro que te encuentras unos bolsos de tapicería ideales, a siete euros, y unas alpargatas preciosas que, vamos, no es que sean de Castañer, pero dan el pego, por nueve euros. Yo he comprado en el mercadillo unas fundas de sofás baratísimas y estupendas, que las vieron las amigas y me preguntaron si las había comprado en Londres.

-- ¿Y qué les dijiste, Cristina?

-- Hombre, pues que sí, que las había comprado en Londres... ¿Para qué les iba a quitar la ilusión? Es como eso del vestido de la boda del otro día que te he contado. Cuando oí que lo comentaban, como Antonio Ardón me cae tan bien, me volví y con toda naturalidad les dije:

-- Sí, es de Antonio Ardón, tenéis que ir a su tienda de Cádiz, no veas qué cosas tan ideales tiene...

De esta semana no pasa que eche la mañana entera en el mercadillo de Marbella. Me parece que es los sábados, pero ya me enteraré cuándo es. Me lo voy a patear a conciencia. Algo con gusto y tirado de barato encontraré. No quiero privarme del gustazo de Cristina. Que una señora me comente en una cena la camisa de verano tan simpática que llevo, y piense para mis adentros:

-- ¡Pues si supieras que es del mercadillo...!

 

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