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El Mundo de Andalucía, sábado4 de octubrede 1997

Antonio Burgos

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El estudiante que enloqueció por culpa del Derecho Romano

 

"Gaudeamus igitur, juvenes dum sumus..." Hasta ahí, perfecto, y la tuna con sus capas y sus cintas, y su bandera con el cisne del Cardenal Cisneros, el mismo del escudo de los alféreces de Milicias Universitarias. Y el paraninfo de punta en blanco, con sus zócalos de azulejos, con Blázquez el bedel vestido de macero académico, con aquellas piezas de plata que durante el curso tenía el rector en una vitrina de su despacho, junto con el tintero y la campanilla, todo de plata antigua y litúrgica, el tesorillo de la cátedra de Maese Rodrigo como si fuera el tesoro de la Catedral. Faltaba el Cristo de los Cálices, pero para sustituirlo había por todas las aulas un crucifijo pintado simulando el bulto redondo del Cristo de la Hermandad de los Estudiantes, que habían fundado aquéllos que nos aparecían inmensamente viejos, como si nunca hubieran tenido nuestra edad...

"Gaudeamus igitur, juvenes dum sumus..." Hasta ahí, perfecto, pero cualquiera era el guapo que sabía seguir la letra, en la solemne apertura del curso académico. La lección inaugural corría siempre a cargo de un catedrático de una Facultad que no era de Sevilla. Uno de Veterinaria de Córdoba con un rollazo impresionante sobre las estadísticas de la epidemia de lo que fuera, o uno de Medicina de Cádiz que nos hacía mirar el reloj mientras citaba unos nombres extranjeros con muchas haches intercaladas, muchas ches y muchas tes implosivas que habían descubierto las nuevas técnicas quirúrgicas de lo que fuera. Andalucía, por aquellos entonces, se dividía en dos grandes distritos universitarios: Sevilla y Granada. Se inauguraba el curso en Sevilla, pero la verdad es que se abría también en el drago de Medicina de Cádiz, en Veterinaria de Córdoba, facultades que eran como cabezas de playa de la Hispalense, o cabezas de puente para los catedráticos que venían pensando en lograr cuanto antes el traslado a la Complutense, que era la buena, la que todavía se conocía como Universidad Central, la que hasta poco antes de matricularnos nosotros en Primero de Letras era la única que confería el doctorado. (Inciso sobre un absurdo taurino: a pesar de las autonomías, en la fiesta nacional sigue existiendo la Universidad Central de Las Ventas. Los únicos doctorados que se admiten en el toreo son los que se confieren en Madrid. Las alternativas en las demás plazas son como licenciaturas. Una alternativa en Sevilla, siendo Sevilla, tiene que ser confirmada en Madrid. Igual que antes una licenciatura en la Hispalense, siendo la Hispalense, tenía que ser confirmada por el doctorado de la Central.)

Estoy viendo la escena de la apertura de curso. Solemne procesión académica por el claustro de la vieja Universidad cuyo derribo autorizó como alcalde el que era catedrático de Historia del Arte, no de Veterinaria de Córdoba, de Historia del Arte en Sevilla. Don José Hernández Díaz, a las nueve de la mañana, "el abominable hombre de las nueve", nos enseñaba en la Universidad los monumentos cuyo derribo autorizaba horas después en la Alcaldía. La procesión académica se iniciaba, Gaudeamus igitur, en aquel mismo claustro donde el Martes Santo vemos formarse a la cofradía de los Estudiantes. Es como una cofradía civil. Togas y mucetas. Birretes con los colorines de las facultades. Los bedeles delante, de maceros; la tuna detrás, de serios todos, hasta el pandereta. Alumnos, la verdad, estamos muy pocos. El curso comienza oficialmente ahora, en los primeros días de octubre, pero no empezará de verdad hasta mucho después del Pilar. Los de los pueblos ni siquiera han venido todavía a la RUS, al Hernando Colón. La Universidad es una institución en la ciudad estamental. El rector es una autoridad. Toda la ciudad sabe quién es el rector en cada momento. Es Mota Salado, es Hernández Díaz, es Calderón Quijano. Todo el mundo conoce hasta al secretario de la Universidad. Es don Manuel Pérez. El Perecito. En la Universidad dominada por los profesores de Letras, El Perecito es de Ciencias, profesor de Química. El rostro simpático de una cúpula universitaria muy seria, muy estirada, Gaudeamus igitur. El que verdaderamente es de Gaudeamus Igitur, goliardesco, a la altura de los alumnos, es El Perecito. Tanta presencia tiene la Universidad en la ciudad, que la gente hasta conoce los motes de los catedráticos. El Perecito. El Cupulín. El Biela. Y Permaque, que no tiene ni mote. Toda la ciudad sabe que el más temible hueso de la Universidad es Permaque. Más que don Angel el de Geografía, que catea a medio distrito universitario cuando forma parte del tribunal del examen de estado. El hueso es Permaque. Se escribe Pelsmaecker, pero se pronuncia Permaque. Sabe la ciudad que Derecho Romano es lo más difícil de toda la Universidad. La presencia de la Universidad es tanta, que la gente sabe que en Medicina hay un hueso que se llama Zarapico, que los alumnos hasta van a hacerle pintadas en su casa de la calle Madre de Dios, en la esquina donde El Feo Maravilloso esperaba a Conchita Romero. Pero la gente sabe también que Permaque es más hueso que Zarapico todavía. Por culpa de Zarapico no tiene que irse la gente a estudiar a Granada, y por culpa de Permaque, sí. Son los cartagineses. Les dicen así porque abandonan la lucha huyendo del Romano, Hasta la salud les cuesta a muchos el Derecho Romano. Muchas tardes, en los toros, solitario en la grada del Círculo de Labradores, veo a aquel compañero de curso de los Jesuitas. Yo me fui a Letras y él se fue a Derecho. En el colegio era muy buen estudiante. Dignidad y todo. Pero Permaque la cogió con él, porque la cogía con la gente. Y se volvió loco por culpa del Derecho Romano. Ni siquiera pudo ser cartaginés de Granada. Se le empestilló el Romano y acabó con su cordura. Se volvió majara por culpa del Romano de Permaque. Lo veo por la calle, siempre como ido. Lo veo las tardes de novillada, allá arriba en su grada del Círculo. Y me acuerdo de aquella terrible Universidad de los sátrapas de la cátedra. En lo de Gaudeamus igitur la tuna no llevaba razón. No había nada de lo que alegrarse.


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