Memoria de Andalucía

El Mundo de Andalucía, sábado 25 de octubrede 1997

Antonio Burgos

Cuando el Ave era el Talgo

 

Argénteo, veloz, como una flecha por la plata de los olivares andaluces, a la orilla del río, cruzando puentes, atravesando túneles, acortando distancias y tiempos, anda, si ya estamos en Córdoba... Poniendo a Madrid, siempre Madrid, al alcance de todos los andaluces. No es el Ave. Es el talgo. Que era nuestro Ave. Talgo: "Tren Articulado Ligero Goicoechea Oriol". Acrónimos de apellidos españoles para aventuras que llevaban nombres de sociedades. Talgo S.A. era a los Oriol de toda la vida como Abengoa S.A. a los Benjumea de toda la vida.

El talgo, que en los fandangos que improvisaba Juan de Dios Pareja Obregón podía rimar perfectamente con galgo, era como la copla que todos le habíamos recitado a una novia primera, para echarle un galgo:

Tu madre a mí no me quiere,

porque no tengo carrera...

En mi casa tengo un galgo,

manda por él cuando quieras

que yo pá correr no valgo...

El talgo sí que valía para correr. Lo menos iba a 120 por hora. Era la llegada a Andalucía del progreso, y con un nombre bien andaluz. Como el talgo llegaba hasta Cádiz, la primera unidad, como una barquilla de la Caleta, llevaba en el morro de su unidad motora el nombre: "Virgen del Rosario". Ya habían llegado las "Marilín"( por la Monroe), que eran las máquinas Diesel que arrastraban a los mercancías, que llevaban todas las dos manos del escudo del programa de ayuda a los americanos, nuestro Plan Marshall de base de Rota, americanos de la base de Morón con discos para Gonzalo García Pelayo y leche en polvo y queso color rosa para las escuelas, las "microescuelas" prefabricadas que llenaron los ejidos de nuestros pueblos. El talgo estaba harto de salir en el No-Do, con Franco para arriba y para abajo, y tardó en llegar a nuestra tierra como todos los inventos de España. Inaugurado en la línea Madrid-Irún en 1950, estaba la década muy avanzada y llevábamos ya muchos festivales de San Remo en lo alto cuando llegó a Andalucía.

Cambió los hábitos de las comunicaciones con Madrid. Hasta entonces, ir por tren a Madrid era cosa de madrugada, como las cofradías del Viernes Santo. Exprés que te crió, nocturno siempre. Que era coche-cama para los pudientes, los artistas y las figuras del toreo y era primera para algunos privilegiados. Pero que era la noche toledana en Segunda, muchas veces en el pasillo, sentados sobre la maleta, para el común de los mortales, que éramos los estudiantes que volvíamos a Madrid después de las vacaciones de Pascuas o de Semana Santa. Del exprés se llegaba con un cuerpo como de haber visto las de Madrugá, de no pegar ojo en toda la noche, con aquel calor de la calefacción si era invierno, con aquel calor de la vega del río si era verano, pero siempre con la calor. Salías en el exprés a las 11 de la noche de Madrid y no llegabas a Andalucía hasta las claras del día bien abiertas, aún los coches de caballos en Plaza de Armas para recoger viajeros y maletas en el pescante. Nunca los cordobeses fueron tan envidiados por el resto de los andaluces como en el exprés descendente de Madrid. Ellos llegaban a su casa en un periquete, pero a nosotros nos quedaba un largo trecho, y nada digo de los que tenían que seguir hasta Huelva.

El talgo salía a las dos de la tarde y fue el primer gran tren diurno, sin madrugones y malas noches. A las diez de la noche, estabas en Madrid. Comodidad y limpieza era la figura. Ya no te entraba carboncilla en los ojos si te asomabas a la ventanilla. Primero porque no llevaba locomotora de carbón, y después porque las ventanillas estaban cerradas para el aire acondicionado. Ah, el aire acondicionado... Esto sí que es vida. La calor de mayo por Lora o por Alcázar de San Juan y aquí dentro este fresquito. Empezábamos a viajar como unos señores. Te servían la comida en tu asiento, en unas bandejas de acero inoxidable con unos agujeros para las botellas y los vasos, donde te sorprendía que la cerveza no era nuestra Cruz del Campo o Cruz Blanca, sino Mahou, el sabor a Madrid. Y en aquella bandeja, había que poner a prueba lo que contaban de la estabilidad: que como tenía el centro de gravedad tan bajo, el talgo ni se movía... ¿Quién, tras ver que el vaso de cerveza (Mahou) ni se movía, no intentaba después poner en pie un lápiz, o un cigarrillo con filtro, con lo raros que eran aún los cigarrillos con filtro en un mercado dominado por el tabaco rubio que venía de contrabando de la base, como aquellos largos e interminables Pall Mall de paquete rojo?

Y el bar. Lo mejor del talgo era el bar, minúsculo, pero con aquella repisa que tenía por delante los cuadros de una exposición del paisaje andaluz a través de las vidrieras. Había quien, trasunto del golfo de Iberia, se pasaba el viaje en el bar, de charlita y de copitas, de échate pacá y de codazos en aquel espacio reducidísimo que nos parecía un salón, acostumbrados como estábamos a la maleta de estudiantes en el pasillo del vagón de segunda del exprés... En el bar del talgo hasta podías confraternizar. Iba, por ejemplo, el rector de la Universidad, cuando un rector era un rector hasta con coche oficial del PMM y chófer de plantilla y todo, y el rector tomaba café contigo, que eras un estudiante suyo de Historia del Arte que iba a Madrid a leer unos poemas en la Tertulia Literaria Hispanoamericana de ese sevillano eternamente niño, alumno interno de los años irreparables, que se llama Rafael Montesinos.


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