El Mundo

Memoria de Andalucía

El Mundo de Andalucía, sábado 12 de julio de 1997

Antonio Burgos

Alféreces de complemento en Montejaque

 

Iban de caqui como los soldados, pero no eran estrictamente soldados. Llevaban una guerrera con cinturón y muchos bolsillos, igual que la de los quintos de Soria 9 o de Cerro Muriano, pero la vestían con otro porte. Muchos de ellos con gafas, muchos con bigotitos imperiales caminando hacia Dios, estética de Montañas Nevadas y banderas al viento. Eran los de las Milicias Universitarias. Los estudiantes, que tenían el privilegio de hacer la mili en las vacaciones de verano y salir el que menos de sargento, y casi todos de alféreces. Herederos de los alféreces provisionales de la guerra, "los milicios", como los llamaban las niñas que por ellos suspiraban, eran la concepción estamental de un Ejército donde los jefes tenían plaza montada y los sorches marcaban el caqui en la fiel Infantería.

Una placa al pecho, con el escudo del cisne de Cisneros y unas espadas cruzadas por detrás de las armas del Cardenal. Y de la trabilla de la hombrera al tercer botón de la guerra cerrada hasta el cuello, unos cordones como de ayudantes de un jefe, con los colores de la Facultad. Cordones como una muceta por lo militar, como un birrete movilizado, con los quem los de las Milicias Universitarias se daban pisto de que no eran unos soldados corrientes, sino que iban para Montejaque, para La Granja, para Monte La Reina. Los de Medicina llevaban los cordones amarillos. Los de Derecho, rojos. Los de Filosofía y Letras, celestes. Los que ya hablan hecho el primer año de campamento, los galones de sargento en el gorro isabelino, con su rojo borloncillo rojo bailándole entre los ojos, antes de que llegaran los americanos y pusieran la gorra montañera de uniforme. Los que iban de primer año de campamento, guerrera pelada y mondada.

En Rota, con toda la calor, los veíamos pasar formados ante La Viña Perdida, arrastrando una polvareda por la carretera de Chipiona, camino del campamento de La Forestal. Cantaba una canción en la que el castellano no podía sonar más alemán:

Sole, Sole, Sole, Sole,

cómo me gusta tu nombre. Soledad.

Cantaban las canciones de la guerra porque la guerra siempre había acabado de terminar aquel 18 de julio en que por Radio Sevilla se pasaban todo el santo día dando marchas militares y discursos de los pisos sindicales que inauguraba el señor gobernador, viva el señor gobernador. Iban camino de La Forestal como en una guerra que no hubiera terminado, sudorosos bajo el sol plano de agosto. Eran herederos de los alféreces provisionales de Garabitas y del Pingarrón y tenía que notarse. No llevaban la estrella sobre el rectángulo negro, pero eran los estampillados de la Universidad. Iban en viejos, lentos trenes como de cuando la guerra. Antes de irse, se paseaban por toda Sevilla con el uniforme, a tomarse el vermú en el bar del Hotel Madrid y a presumir un poquito de novia y de uniforme en la Parrilla del Cristina, que como era verano ya la habían puesto arriba, en la terraza, y con la música del bolero llegaba por las noches la mareíta del río sobre las melosas aguas de las medias combinaciones en los mantelitos a cuadros de las mesas. O las niñas se pirraban por ir con ellos a la terraza del Bilindo, del Líbano o del Gibraltar la noche antes de que salieran, tan temprano, en el tren hacia Montejaque. Lo que podía un uniforme en aquella España uniformada, aunque fuera un simple uniforme de soldado con el añadido de unos cordones de CC.AA.OO.CC. de la IPS.

Así se llamaban oficialmente los de las Milicias Universitarias. El nombre de Milicias Universitarias, de gris, con la camisa azul, con que nacieron, lo habían perdido conforme se iba atenuando el fascismo de la dictadura. Ahora era la IPS, la Instrucción Premilitar Superior. Y eran CC.AA.OO.CC, por eso se daban tanto pisto. Caballeros Aspirantes a Oficiales de Complemento, siglas iniciáticas en un mundo donde sólo sabíamos que AA era Antiguo Alumno. Se pasaban el verano en Montejaque y volvían morenos y con una estrella, esperando un buen destino para hacer luego los nueve meses de prácticas en un regimiento, en una batería de costa. Hablaban de las largas marchas, del terror de los coroneles del campamento, como aquel Gotarredona, que los traía fritos, porque decía que si se tienen ratones en un saco, la única forma de que los ratones no se acaben comiendo el saco es moverlo mucho. Todos sentíamos el calor del relato de aquellas marchas, y hasta el hambre con que se comían los huevos fritos con chorizo que les ponían en las ventas y cortijillos de la serranía rondeña. Y todos sentíamos el sopor de la siesta, en que tenían que ir a la teórica. La teórica era un capitán bajo una encina y una compañía sentada en el suelo alrededor de la sombra, explicando lo que es a cubierto de vista y a cubierto de tiro, y escaquearse.

Escaquearse... Eso era lo que intentaban por todos los medios hacer en el pringamiento de Montejaque los apuestos caballeros aspirantes a oficial de complemento. Menos los que, de pronto, descubrían una oculta vocación militar. Eran los que luego sacaban el número 1 y les regalaban un sable de oficial y les daban la Cruz del Mérito Militar. Temo no caer en la traición de la memoria, pero andaluces como Luis Uruñuela, el andalucista primer alcalde democrático de Sevilla, fue número 1 del campamento, y en el Arma de Caballería, que es lo que cuadra a tal caballero. Como lo fue José Manuel Cuenca Toribio, el catedrático de Historia Contemporánea, entonces discípulo predilecto de don Octavio Gil Munilla. Y como lo fue Jaime García Añoveros, que ya prometía bastante. El capitán Montánchez Gómez-Caminero llamó a su tienda al C.A.O.C. de su compañía don Jaime García Añoveros:

--- García: ha quedado usted el número 1 y el Ejército le condecora con la Cruz del Mérito Militar de primera clase con distintivo blanco.

García se quedó callado, no se lo creía:

--- ¿No tiene usted nada que decir, García?

--- Sí, que si es pensionada, mi capitán...

Aquel C.A.O.C. ya iba para ministro de Hacienda bajo las encinas del campamento...


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