El Mundo

Memoria de Andalucía

El Mundo de Andalucía, sábado 28 de junio de 1997

Antonio Burgos

Mañana nos vamos de veraneo

 

Se llamaba Belmonte, o le decían Belmonte, como a Belmonte, pero no era Belmonte. Belmonte, Juan Belmonte, había sido figura del torero y este otro Belmonte nuestro había sido guardia civil. Belmonte el torero vivía en los pisos del Cristina, por la puerta que daba a la Escuela de Aprendices de Artillería y al Garaje Torre del Oro de los Sánchez Ramade, y este Belmonte nuestro vivía en la calle Aduana. detrás de Correos, junto al Pali, al Bar Vicente, a la Bodeguita El Tubo, frente a casa de los Ybarra Gamero-Cívico, que estaban en mi curso del colegio y que conmigo venían cuando nos bajábamos del autobús a que la taquillera del Coliseo España nos diera prospectos de las películas.

Belmonte andaba todo el día por el barrio y vivía de hacer mandados. Belmonte todo el día se lo pasaba con el mono azul de faena, como esperando que a cada instante alguien le encargara trasladar un piano o mudar una cómoda. Belmonte, sobre el mono, se ponía una correa de material, y su aspecto tenía algo de miliciano rojo de las fotos que venían en el periódico cada 18 de julio para decir que gracias a Francos nos habíamos salvado de las hordas marxistas y de la barbarie roja. Belmonte había sido guardia civil, y estaba un poquito medio majara, aspecto de loquito al que le ayudaba un ojo como mirando a la Torre del Oro y otro mirando a la Torre de la Plata que tenía. Se comentaba por el barrio que Belmonte, cuando era guardia civil, había estado guardando presos políticos, rojos de la guerra, en el penal del Dueso, y que a uno que se iba a escapar lo dejó seco, todo el cargador del naranjero le metió en la barriga. Fuera cierto o fuera mentira, la verdad es que Belmonte tenía pinta de todas las locuras, pero nunca de aquélla. Los chiquillos estábamos encantados con Belmonte. Le gritábamos, cuando lo veíamos:

-- ¡ Belmonteeee!

Y él siempre respondía:

--- ¡ A la orden...!

Y por Belmonte sabíamos que había llegado el verano. Con las calores y con los seises saliendo de su colegio de Placentines con don Ángel Urcelay delante camino de la Catedral, llegaba siempre Belmonte a preguntar cuándo nos íbamos de veraneo, para ganarse su jornal llevando los bultos a la estación. El veraneo llegaba, puntual, con las calores y con las peritas de San Juan. Belmonte lo preguntaba todos los años porque estaba alunado, pero de sobra sabía que nos íbamos siempre el día de San Pedro, no fallaba. El 20 o el 22 de junio acababa el curso en el colegio y ya entonces empezábamos a guardar cosas que llevarnos y no olvidar, que si la pescadora nueva, que si los tenis Wamba Pirelli, la colección de tebeos del FBI, con los que te mandaban contra reembolso una placa de agente si mandabas un cupón a Barcelona. Antes de irse de veraneo había que ir a que nos pelara Antonio el Barbero, que nos ponía siempre "a lo alemán", y nos decía siempre:

--Ea, a ver si te dura hasta la feria de San Miguel, que en el pueblo no saben pelar...

En la cocina ya estaban recogiendo cacharros y ollas en una inmensa cesta de mimbre, que si no era grande, a nosotros nos parecía que cabra dentro un regimiento. En el cuarto de mi madre estaba el baúl, abierto, con olor a yerbas aromáticas, donde iba poniendo las sábanas y la ropa de cama y, entre ellas, los platos de la vajilla blanca y pobretona de La Cartuja, sin dibujos ni nada. Y los colchones. Al pueblo había que llevar todo, absolutamente todo, alquilaban la casa pelada y mondada y desde las camas y las camas turcas al cubo para fregar había que llevarlo todo, una expedición cada año. Los colchones eran fundamentales para el desembarco. Mi madre cogía una arpillera grande, sobre la arpillera ponía un cobertor y sobre el cobertor, el colchón, que reliaba como si fuera un flamenquín, con muchas cosas dentro, desde los zapatos a los bañadores para ir a la alberca, nuestras ropas, hasta alguna que otra lámina de almanaque para alegrar aquellas paredes tan vacías, tan tristes y con tantos caliches del pueblo. Y la maravilla de las maravillas venía cuando con cuerdas se cerraba el colchón y había que coser la arpillera. Tortas nos dábamos para coser la arpillera, con unas enormes agujas de talabartero con la punta hacia arriba en lanceta, a la que se enhebraba una cuerda encerada y casi quirúrgica.

Luego había que etiquetar todos aquellos bultos, que irían en el furgón de equipajes del Correo de Mérida mientras nosotros nos poníamos a armar alboroto en el departamento de Tercera, con las cestas de los filetes empanados y los huevos duros del almuerzo y con otra cesta donde mi tía María llevaba su inseparable radio Invicta, para que no se diera golpe alguno.

Para que todo aquello se pusiera en marcha, Belmonte era imprescindible. La víspera de San Pedro, con las campanas de la Giralda, Belmonte llegaba a la calle Sánchez Bedoya dando gritos, de capitán general. Unos años llegaba con un carrillo de mano, otros con un triciclo de reparto, si había menos bultos, cuando ya dejábamos cosas de un año para otro en el pueblo porque siempre íbamos a la misma casa. Hasta aquellos últimos veraneos en que se agenció un motocarro. Llegaba y se ponía, sudoroso, con su mono azul y su correa de material, a bajar el pesado baúl, cargándoselo a la espalda por la estrecha escalera. Y luego, uno tras otro, se pulseaba los bultos de los colchones, sin rozar un varal del pasamanos. Y cuando más sudoroso estaba con el bulto mayor, el grito por el hueco de la escalera:

--- ¡ Belmonteeeee!

Y del zaguán que llegaba su voz, con el recuerdo del Dueso o de la ley de fugas, nunca lo supe muy bien:

--- ¡ A la orden....!

Caía la tarde, las campanas de la Giralda seguían tocando, se escuchaban las trompetas de las Lágrimas de San Pedro y Belmonte se iba sudando cada vez más con todos los bultos camino de la estación de Córdoba. Aquella noche ya casi ni dormíamos, de nervios, pensando: "Mañana nos vamos de veraneo. Bueno, mañana... Dentro de un rato."


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