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Memoria de Andalucía

El Mundo de Andalucía, sábado 14 de marzo de 1998

Antonio Burgos

Una Cuaresma de santos tapados

 

Nuestra religión era de Trento, de Credo nicenoconstantinopolitano. Esto de nicenoconstantinopolitano, más que a Credo in Unum Deum nos sonaba a puesto de helados, el napolitano se llamaba aquel polo por lo fino y delicado, mixto de helado de tres gustos, naturalmente que al corte, que empezaron a vender, junto con el Cream Sicle, que era de vainilla y de chocolate, y el Pop Sicle, que lo había de limón y de naranja. Pero aún faltaba mucho para la feria, para el mes de María, para los exámenes orales finales, para las vacaciones, para el veraneo, para el napolitano y el Crean Sicle, y el helado al corte, y los cucuruchos de helado de turrón de Fillol, con un fondo de barraca valenciana y un techo de cuelo de estrellitas que andando el tiempo supimos que eran una obra maestra del pintor Juan Miguel Sánchez, el padrino de José Manuel Vasallo, el hijo del escultor, que era del curso y vivía en la calle Canalejas, y que cuando pasábamos en el autobús del colegio por delante del edificio del Bando Hipotecario, que ya se levantaba sobre el derribo del Café Hernal cuyos altos habían visto el debú de Antonio Machín, señalándonos las salomónicas columnas del enorme trampantojo barroco de la fachada, nos decía:

--- Esas columnas las ha pintado mi padrino...

Faltaba mucho para las vacaciones porque estábamos en plena Cuaresma, perdona a tu pueblo, Señor, éramos tan pecadores, y teníamos tal cantidad de manos pensamientos, que cuarenta días y cuarenta noches nos teníamos que pasar con las tristes cánticos que pensarse pudieran: "Perdona a tu pueblo, Señor..." Y aquel verso que sobre el texto era "no estés eternamente enojado", en nuestros largos, tristes inviernos de las lluvias lo cambiábamos:

No estés eternamente mojado...

Pero el Señor estaba eternamente enojado, y llegaba aquel tiempo tristísimo, paradójico, La ciudad se iba poniendo cada vez más bella, con la luz más limpia, con los balcones abiertos a los sonidos de los coces de caballos y al traqueteo de los tranvías, y en el colegio todo era aún más triste en la misa de la mañana (obligatoria), en el rosario de la tarde (obligatorio), en la confesión de los jueves (obligatoria), en la comunión de los viernes (obligatoria). Era obligatoria la tristeza, mientras los naranjos comenzaban a despuntar flores más allá del campo de albero, por donde a la tarde ensayaban con sus tambores y trompetas los gratuitos que iban de educandos de banda con la tropa de los Cruzados Eucarísticos, tan de Guerrero del Antifaz a lo divino.

Y en aquella triste religión tridentina y nicenoconstantinopolitana y de todos los concilios que estudiamos en Preu cuando ya se había convocado el Vaticano II, no comprendíamos aquello. En cuantito llegaba el Miércoles de Ceniza y nos la imponían en nuestras pecadores frentes de los malos pensamientos, tapaban todos los santos, con telas moradas, con velos morados, con tules morados, con gasas moradas, con tafetanes morados. No podíamos explicarnos cómo ponían las iglesias como si fueran de los protestantes, que los protestantes no creen en la Virgen, niño, por eso se van a condenar todos, ¿ni en la Macarena?, ni en la Macarena, además, niño, ¿cómo van a creer en la Macarena si allí donde los protestantes ni hay Semana Santa, ni salen las de madrugada ni nada?

La capilla del colegio parecía el templo protestante de San Basilio, sin imágenes. No comprendíamos aquella persecución contra los Cristos, las Vírgenes, los Santos. Todos los altares cubiertos. Sería que dentro de la penitencia de la Cuaresma entraba no poder ver la cara de la Virgen del Colegio:

Bajo tu manto sagrado

mi madre aquí me dejó,

Señora, ya eres mi madre...

Pero donde más triste se hacía aquella Cuaresma de santos tapados en la Capilla Real, cuando con mi madre iba a misa los domingos, a las once de la mañana. Si le tendría devoción mi madre a la Virgen de los Reyes, que iba a rezarle hasta en Cuaresma, aunque no quisieran los curas, que yo creo que en Cuaresma se volvían todos como andan ahora, medio protestantes, tapando santos. Aquella Virgen a la que tanta devoción le tenía mi madre aparecía tapada en Cuaresma, pero no con los paños morados de los altares de las parroquias, sino con unas doradas tablas que formaban parte del retablo y que estaban previstas para los cuarenta penitenciales días. Fue una de las primeras impresiones de la fuerza de la fe que tuve, viendo a mi madre rezarle a unas tablas doradas, que ocultaban a su Divina Vecina. Porque en el colegio a la Virgen le ponían un velo como de tul morado, y medio podía verse, pero aquello de la Capilla Real sí que era duro, ir a rezarle a la Virgen de los Reyes y que la Cuaresma te diera con las puertas doradas del retablo en las narices...

Aunque luego, ya en Semana Santa, con los pasos por la calle, terminábamos de hacernos el lío. Si iban descubiertos los Crucificados, y las Vírgenes en todo su esplendor de gallegos del muelle sobre sus pasos, ¿por qué las cruces de plata del asta de los estandartes iban tapadas con aquellos tules morados? ¿Por qué iban tapadas así las cruces que remataban la manguilla que El Mudo de Santa Ana y los santizos llevaban siempre abriendo los tramos de nazarenos del paso de Virgen? Nunca me lo expliqué. Era como si hubiéramos sido tan malos que durante la Cuaresma nos condenaban a ser protestantes, sin tener la dicha de verle la cara a la Virgen de los Reyes. 


Los capítulos de esta "Memoria de Andalucía" se publican todos los sábados en "El Mundo de Andalucía"

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