Memoria de Andalucía

       El Mundo de Andalucía, sabado 21 de marzo de 1998

 

El armonium de don Antonio Pantión

La guerra también había pasado como un huracán sobre la música. Todas las Bellas Artes fueron enterradas como en una inmensa cripta de El Escorial, en un pudridero de libertades, en el que no podía tener vida más que el mármol de los entendimientos academicistas de la creación. En la arquitectura, los que habían hecho una sucursal andaluza del GATCEPAC y habían construido edificios racionalistas, estaban ahora proyectando iglesias neobarrocas que eran más bien arquebarrocas para el Instituto de Regiones Devastadas. Los pintores que habían roto con el realismo de Bosque de Barbizon de los pinares de Alcalá y que se habían adentrado por los caminos de Juan Gris, de Picasso, habían tenido que volver a los retratos de los patronos del Museo, a los interiores de convento. En la música había pasado igual. La fría paralización de lo académico. La tenue actividad de la Sociedad Sevillana de Conciertos, con algún recital de piano en el saloncito de actos del Instituto Murillo, aquellos conciertos de Alexis Weisemberg con las Juventudes Musicales, donde nos habíamos apuntado como socios en una estética muy francesa de existencialismo y libros de Jasper, de Camus y de Sartre. En la ciudad, una vez, antes de la guerra, don Manuel de Falla en persona había fundado una orquesta, la Bética, que había hecho en el Coliseo España de nuestra proclamación de dignidades la más vanguardista versión de El Retablo de Maese Pedro. Pero ya la ciudad no se metía en contrapuntos, que se suelen quebrar de sotiles, y sería que los jerarcas de la Cultura eran sevillistas, y por eso no querían saber nada de la Bètica de Cámara, o sería que se imponía el teclado de Chopin con el método de solfeo de don Hilarión Eslava, el del Miserere y el piano , entendidos como clases de adorno.

Cuando en los días de Cuaresma, con la ciudad abierta ya a la primavera, el autobús del colegio llegaba a la plaza del Duque no sabíamos nada que aquel hombre ya mayor que esperaba allí entre las carreras, las bolas, los trompos y la piola de los niños de los barrios de San Vicente y del Museo era un superviviente de aquella música de Sevilla que había visitado un Strawinski que quedó maravillado por cómo un pianillo tocaba La Cruz de Mayo de Font de Anta. Aquel hombre que esperaba en la parada del Duque entre los niños llevaba siempre un largo abrigo raído, una cartera como colegial en la mano. Unas gafas de culo de vaso y un peinado con mucho fijador le daban aquel aspecto de los pianistas y de músicos con fama de que estaban todos medio tuberculosos, como Ataulfo Argenta, había que ver la cara de tísico que tenía Argenta.

Aquel silencioso hombre de la parada del Duque, el del largo abrigo gris, el de la cartera colegial en la mano, era don Antonio Pantión. El organista del colegio. Bueno, como era toda la música en la ciudad entonces: organista sin órgano. Sociedad de Conciertos sin conciertos, sólo con recitales de piano, y organista sin órgano en la capilla del colegio, con armonium. Don Antonio era el músico oficial del colegio. En las grandes solemnidades religiosas, acudía a la capilla con un breve conjunto de cámara, que era una delicia, el padre Ortiz, que era un liberal y un moderno en asuntos de Bellas Artes, nos decía que tocaban muy bien el Amanecer de Gounod, aunque a otros curas no les hacía mucha gracia que aquella orquestilla de cámara tocara música profanas, y no fuera el Corazón Santo, Tú reinarás y aquellas espantosas canzonelas devotas de los Ejercicios Espirituales y de la Santa Misión. En cuanto que llegaba la Cuaresma, era como si fuese fiesta grande todos los días, porque don Antonio Pantión tocaba el armonium durante la misa obligatoria y diaria. Que de ser un espanto, pasaba a ser una maravilla. Todo Chopin, los Valses y las Sonatas, se oían en la mañana que anunciaba la primavera, y Beethoven. Aquello no emocionaba a nadie, ni a los internos con botas de becerro y pantalones de pana, ni a los externos con fijador Patrico y pantalones de franela que les había hecho a medida Millán Delgado. Pero cuando se acercaba ya el momento de la comunión y don Antonio se ponía a tocar marchas de Semana Santa, entonces nos entraba el repeluco del recuerdo de un paso, de una papeleta de sitio que teníamos ya que ir a sacar, o del cartón de un capirote nuevo que había que ir a comprar a la Alcaicería, porque íbamos a salir en una cofradía de túnica de capa. Pantión tocaba Amargura, tocaba Valle, Ionne, tocaba las marchas clásicas cofradieras, y la misa diaria se convertía en nuestra Misa Luba, en nuestra Misa Criolla, mucho antes de que el Concilio Vaticano admitiera las músicas vernáculas en la liturgia. Hasta que llegaba Jesús de las Penas. Entonces sabíamos que el armonium tocaba con más emoción cuando sonaba aquella marcha procesional de los naranjos de la iglesia de San Vicente. Y uno que salía en el Museo, muy capillita, nos decía en el solemne silencio de la misa:

-- Esta marcha la ha compuesto él...

Luego, el Lunes Santo, cuando íbamos a la salida de la cofradía, y la cuadrilla de costaleros del Fatiga sacaba a Nuestro Padre Jesús de las Penas entre los naranjos y la banda municipal tocaba aquella marcha, volvíamos a sentir el mismo repeluco de la primavera que cuando don Antonio Pantión la estaba tocando y por las ventanas abiertas entraba el olor de los naranjos de la huerta que, más allá del albero del patio, marcaban la frontera con los gratuitos.

Los capítulos de esta "Memoria de Andalucía" se publican todos los sábados en "El Mundo de Andalucía"


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