El Recuadro

El Mundo de Andalucía, miércoles 1 de abril de 1998

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Toros en el campo

Poema del tentadero

La jara ya está en flor por el camino. El coche de cuadrillas sube cuestas adivinando tardes de corridas. Atrás van los fundones de capotes, la muleta, la espada simulada que es lo único falso en este coche, donde el apoderado va explicando los carteles de mayo en San Isidro, y el maestro, sentado junto al chófer, reposa la mirada por los montes, los blancos caseríos de la sierra, y las vacas que aguardan esta tarde. Un silencio de campo nos espera en cuanto que se abren cancelines y caminos de albero hacia la casa. La casa llama siempre el ganadero a la finca, al cerrado, a la placita en donde por los días de tambores y de vísperas ciertas de la cera, las eralas nacidas de los vientres de las vacas sagradas de los libros embestirán un peto, mientras muestran en el lomo su sangre de bravura.

El cuarto del cortijo es esta tarde habitación de hotel para el maestro. Los machos se han cambiado en los caireles del pantalón campero que ahora ciñe el mozoespadas que los botos lustra, todo dispuesto siempre como un rito. El patio está en silencio cuando sale. Cantan pájaros y todo suena a campo. Encinares le llevan a la plaza, que es una tapia blanca de silencio, apenas roto por la flor bravía. Suena el campo esta tarde a primavera cuando las vacas al corral llegaron entre galopes de los mayorales, y los muchachos en la tapia esperan, la muleta guardada en un hatillo.

"Cuando quiera, maestro", dice el dueño, mientras ronda las yerbas el caballo del picador que ahora entra en la plaza. Todo es rito, silencio, la corrida más campera que nunca vio la jara. Tendidos de humedades, la libreta donde se apuntan hierros y embestidas, el burladero roto de cornadas de eralas que repiten la bravura. Nadie mira, no hay público ni banda, el paseíllo apenas es este gesto, del maestro mirando al de la puerta. Y se abre el portón por donde sale una erala, un número que canta el mayoral que ha abierto los cerrojos. El caballo la espera entre los cantos del silencio de pájaros de siglos. Voz de campo, el piquero cita y llama. Levanta la garrocha mientras pone el pecho del caballo recibiendo. Se oyen la embestida, las pisadas de la becerra sobre el pisoplaza. Vuelve y recuerda al peto su linaje. Un capote la cierra, otro la lleva nuevamente al caballo, ahora la ponen en donde una libreta apunta cifras que sólo el dueño de esta casa entiende.

Hasta el vuelo se oye del capote cuando el maestro va templando ahora la embestida, tan nueva, de la vaca. En la encina los pájaros contemplan un horizonte donde está apartada la corrida, tan seria, de Sevilla, la otra de Madrid, la novillada que mañana se embarca para El Puerto. Y el usted, y el maestro por delante, y ese rito perfecto que les sale de los fondones de la misma historia. Y con miradas, hombres que se entienden, ese peón que ahora echa el capote, y a una mano se trae a la bacerra hasta un tercio soñado de vegueros. Y la muleta, breve, bien armada, por bajo la recibe, da salida a esa sangre tan nueva que enrojece el lomo vareado de la erala. Y cumpliendo esa sangre, la becerra mete la cara en esa tela roja, como si nunca hubiera hecho otra cosa, y repite embestidas que barruntan tardes de dos orejas con sus hijos. Acaso en el tendido de humedades, alguien dice ese "bien" con que acompaña el sentimiento a un natural templado. "Ya está vista", comentan en la boca de un burladero viejo de olivares. "Muchacho baja", dicen al que espera. Y la muleta del hatillo imita lo que ha visto el muchacho a ese maestro, que ahora fuma un cigarro y bebe un trago. "Otro más y el de pecho" es la medida que el dueño de la casa dicta ahora. Y la puerta se abre nuevamente a libertad de campo y de jarales, y la erala, encelada en los engaños, se encampana en la gloria de su hierro, hasta que a gritos los vaqueros logran que retorne a los campos su bravura.

La jara que está en flor por el camino ceremonial se ha puesto en esta tarde en que tientan las vacas en el campo.


 

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