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La calor, en un termómetro callejero de Sevilla |
Hace una calor antigua. Una calor de infancia. No te puedes bañar dos
veces en el mismo río, pero puedes sudar dos veces con el mismo calor. El tiempo pasa
sobre el agua. Estos muchachos que ahora se bañan en la orilla de Torneo no son los que
se tiraban al río desde las zapatas del puente de Triana cuando pasaba el tranvía del
Barrio León. El tiempo pasa sobre la tierra. Este albero de julio ya no es el de abril,
luminoso y nuevo en las plazoletas. El tiempo no pasa sobre la calor. Ni sobre el frío.
Volvemos a un tiempo de riadas y hambres cuando llegan los húmedos, largos, ingratos,
traicioneros inviernos que llenan los periódicos de papeletas de muertos. El frío no
tiene edad, como nuestros recuerdos. Este invierno, en días de bufandas y parcas, le dije
a un amigo mayor:
-- Hace un frío de dictadura.
Me precisó:
-- No, hace un frío republicano...
Cada uno lo llevaba a los recuerdos de su
infancia. Cuando la ciudad se mete en agua, siempre llueve como antiguamente llovía. Y
cuando la ciudad se mete en estas calores de lágrimas de San Pedro, trenes de los baños,
cines de verano, neverías y pregones de jazmines, hace calor como antiguamente. Marcan
los termómetros electrónicos la calor, pero la sentimos en otros termómetros. En el que
tenía Telesforo en la esquina de la Droguería del Arenal con un anuncio del Netol. En el
de la botica de Francos esquina a aquella calle San Isidoro olorosa de bollos de leche del
horno. Es el viejo azogue de la calor de siempre.
Hace una calor de tranvías, de coches de
caballos, de magnolias, de chaquetas blancas, de zapatos blanco y marrón para ir a ver
esta tarde a Manolete. Hace una calor de carro de la nieve, de sifón para el tinto, de
ventilador en el dormitorio de la madre, de picadillo, de gazpacho de postre. Siempre es
antigua la calor. Hasta en la ciudad más nueva. Vas a la estación de Santa Justa, trenes
de acero, aires acondicionados, puertas que se abren solas, y al salir, de pronto, el
golpe de la calor te ha llevado a otro sitio, a otro tiempo. Este calor de la tarde de
julio en la estación de Santa Justa es la misma calor de aquellas tardes de julio en la
estación de la Plaza de Armas, cuando el sol recalentaba en el último andén los vagones
de tercera del ómnibus de Llerena. ¿Por qué en las estaciones más que en ninguna otra
parte hace siempre un frío antiguo de guantes de punto, una lluvia antigua de alpargatas
empapochadas, esta calor antigua de polo de fuchina y paipay de cartón con el anuncio de
Vivas Hermanos? Sales de la fresquera falsa del aire acondicionado de Santa Justa y, con
el golpe de la calor, la ciudad te devuelve a la patria verdadera de los recuerdos. No
está ahí la parada de taxis. Hay una fila de coches de caballos con maletas en el
pescante. No llevan los pasajeros las bolsas de vinilo en la mano. Los maleteros con
chambras azules de vender queso cargan en los carretillas baúles y sombrereras. No hay
una máquina automática de vender refrescos. Está el aguador con su batería de
cántaros, los pitorros relucientes de cobre, los búcaros con sus funditas de croché.
Y en la vieja ciudad de la calor antigua,
en el andén sin tiempo de la estación, no sé si lloro porque mi madre ya no me pondrá
esta noche un platito con jazmines en la mesilla, el balcón abierto a la soldadura
autógena del tranvía de las herramientas, o porque me ha entrado carboncilla en un ojo.
La calor, en las "Estampas de Sevilla" de El
RedCuadro
En
el calor de la Copa...no de cisco precisamente
La
flama y la marea
Ya
huele a verano
Estampas
del Verano |