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Domingo, 17 de octubre de 1999

Antonio Burgos: Jazminez en el ojal

 

Un puro en los toros

CON LA DE PELICULAS QUE se hicieron de la Ley Seca, aún no han rodado ninguna con argumento sobre la Ley Apagada. Es más: nadie le ha puesto Ley Apagada a la moda americana que acabo de sacar de pila, a la lucha antitabaco que hace furor en el mundo, tan espantosa como las hamburguesas, la telepizza o la cocina Tex-Mex. Estudiaba en Estados Unidos mi hijo Fernando el clásico curso equivalente al COU español, y lo visitábamos en un Princeton de yedra y nieves de febrero, ojú, qué frío más grande pasan las criaturas para vivir su sueño americano. La familia que lo acogía como a un hijo en el programa del American Field Service nos dio la clásica fiestecita americana, donde sólo faltaba Doris Day y un señor con el largo de los pantalones como Jerry Lewis, así dejándole ver los calcetines amarillos sobre los zapatos marrones en un traje azul marino. Cada invitado llevaba su nombre puesto en una etiqueta que la dueña de la casa había rellenado primorosamente. Los americanos dan un aire de congreso de ejecutivos de cuentas hasta a las copas que dan en casa cuando han venido los padres de un estudiante de España, eso que para ellos queda entre Perú, México y Hemingway.

En aquella fiestecita tan de la Costa Este, encendí un cigarro. Para qué lo hice. Con angustia busqué un cenicero. No lo había ni por mesas ni por cubrerradiadores. Por parte ninguna. Se lo pedí a la anfitriona con mi inglés de Instituto Británico. Y cuando creí que me iba a traer una biografía de Millán Astray por mi mala pronunciación de "cenicero" en inglés, me dijo con la dignidad y displicencia de una reina ofendida:

-- No, en esta casa no hay ceniceros. Yo no tengo amigos entre esa clase de gente que fuma...

Usted se creerá, quizá, que apresuradamente tiré el cigarro. Pues no. Eran, evidentemente, tiempos menos duros en la Ley Apagada. Hoy me hubieran formado quizá consejo de guerra, y no podría ponerme estos jazmines en el ojal, porque estaría cumpliendo condena en Alcatraz, que habrían abierto especialmente para mí. Como entonces la Ley Apagada todavía medio humeaba, le dije a la "madre" adoptiva de Fernando:

-- No, los españoles no fumábamos tampoco. Hasta el siglo XV. Pero vinieron precisamente aquí a América unos cuantos de los nuestros, y un paisano mío, que se llamaba Rodrigo de Triana, vio que estaban dando vueltas por aquí unos señores que llevaban en la boca unos liadillos de hojas secas, encendidos, y que echaban humo por la boca... Si no fuera por culpa de ustedes, señora, esté seguro que a nosotros no se nos hubiera ocurrido fumar...

Con lo que me gustan los Estados Unidos y comprarme por docenas las camisas Oxford en Bancroft de Nueva York, ya he dejado de ir. Están acabando con la afición. No de fumar, sino de ir a Estados Unidos. Se están poniendo las cosas de tal forma con la Ley Apagada que ahora de verdad es cuando fumar es un placer, y no cuando lo proclamaba Sarita Montiel desde la "chaise longue" de "El último cuplé". Nunca fumé porros, ni en los tiempos gloriosos del Mayo francés del 68. No hace falta. Es como si los fumara ahora. Sé perfectamente lo que es la contracultura de un liadillo prohibido. Experimento el placer de lo ilegal cada vez que enciendo un cigarro en esas tierras de nadie de la cola ante la ventanilla de un banco, de la sala de espera del dentista, de la Jefatura de Tráfico donde vas a renovar el carné de conducir: ¿dejarán fumar, no dejarán fumar?

La otra tarde, en el Ave, la azafata me comentó que próximamente prohibirán fumar en todos los asientos de Clase Club, excepto en un como lazareto para apestados que dejarán en el morro del vagón de lo que toda la vida de Dios era en Renfe la Primera. Ay, Dios, qué colonización americana: no nos dejan fumar, y encima llaman a la Primera con nombres espantosos como Business Class, Club, First... Cuando tal próximo ingreso del Club del Ave en los territorios de la Unión americana me comentaba la azafata, estábamos llegando a Córdoba. Estaba allí en la plataforma Finito de Córdoba, que volvía a su tierra después de una corrida. Como Finito estaba allí al lado, pendiente también de los malos augurios que la azafata anunciaba, le comenté:

-- Maestro, no se extrañe usted de nada. Llegará el día en que hasta nos prohiban fumarnos un puro viéndolo a usted dar una larga cordobesa...

Lo que me dijo Finito me dejó más preocupado aún:

-- Pues ya estoy oyendo que el humo de los puros carga el aire en las plazas cubiertas, como la de Zaragoza...

Sería lo que nos faltaba, que la Ley Apagada americana llegara a la fiesta nacional. Como aquí adoptamos todo lo americano con fervor de conversos, ya estoy viendo en las plazas de toros tendidos de fumadores y tendidos de no fumadores. Hasta la total prohibición final, naturalmente, de los vegueros de Vuelta Abajo y la ilegalización absoluta del Montecristo del número 5.

Desde aquella tarde de la Córdoba de Finito estoy deseando que vuelva la primavera y que de nuevo comience la temporada de toros. Iré a mi abono de la Maestranza y cuando empiece el paseíllo, como cada tarde, encenderé ritualmente mi cigarro habanero. Con mayor voluptuosidad que nunca. Lo iré saboreando como un largo adiós en cada vaharada del humo con olor a palmas y fragancias de humedades antillanas. Después de que hayan prohibido el tabaco en los aviones de Iberia, en la clase Club del Ave, en los hospitales, en los restaurantes, nada me extrañaría que el ardor americanizante haga que las plazas de toros sean dentro de nada zonas de no fumadores. El consuelo que me queda es que como Curro Romero se habrá retirado ya entonces, no me perderé nada. Lo a gusto que me voy a fumar en el escritorio el puro que encendía en la Maestranza. Y el dineral que me voy a ahorrar sin tener que sacar el abono. Porque, naturalmente, dejaré de ir a los toros. Como he dejado de ir a los Estados Unidos de la Ley Apagada.

 


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