Ardían aún los
restos del coche-bomba tan cerca del campus de la Universidad
de Vitoria y podía pensarse que la telepizza de la muerte
había hecho esta vez su trágica entrega a domicilio, al
ladito mismo de la sede del Gobierno vasco. Y en un parque,
sobre el suelo, una mano dramáticamente becqueriana asomaba,
inerte, en el carro de los muertos, ay, que siempre está
pasando por aquí, ¿cuándo terminará de pasar el carro de
los muertos por estos amaneceres de los bloques militares, por
estas tardes de la normalidad parlamentaria vasca, por estas
madrugadas de los disparos en la nuca al pie de la torre mayor
de Sevilla? Seguía ardiendo el coche-bomba, y aquella mano,
terriblemente abierta, terriblemente muerta, estaba allí,
ante el equipo de reanimación.
Y sonó, triste,
la voz del romance, de esta leyenda que se hace pesadilla:
"En el carro de los muertos/ayer pasó por aquí/llevaba
la mano fuera,/por eso lo conocí". Por eso lo conocí, a
Fernando Buesa o a su escolta Jorge Díez Elorza, da lo mismo.
Todas la muertes son la muerte. Yo me encontré una mañana de
Cádiz a Fernando Buesa junto a la plaza de abastos, comprando
el pescado un día de sol y vacaciones. Porque reconocí en la
mano de Fernando Buesa en el carro de los muertos la mano de
Alberto Jiménez Becerril. La mano del teniente coronel
Blanco. La mano de Miguel Angel Blanco. Terrible capilla
sixtina de España, donde hay una mano muerta que asoma bajo
los plásticos de morgue de una camilla, como esperando el
dedo del Creador de la paz, de la piedad, de la concordia. Del
perdón también, del difícil perdón
Porque María
Teresa Campos está hablando ahora de los hijos que tenía
Fernando Buesa y yo los conocía a los hijos de Fernando
Buesa. Porque vi a los hijos de Alberto Jiménez Becerril
aquella mañana gaditana de la Puerta del Pescado. Porque
sigue ardiendo el coche-bomba en la imagen de Tele 5, de
Antena 3, y ese humo negro de neumático quemado no sube al
cielo de España desde Vitoria. Ese humo, ayer tarde, brotaba
de Vallecas, de la Ribera del Manzanares, de la calle Don
Remondo, del Hipercor, de las calles de Ermua. Nunca está
nada lejos ni nunca desconocemos a nadie cuando pasa este
carro de los muertos por el que terriblemente asoma una mano
inocente, mano de acariciar hijos, mano de cuidar madres, mano
de abrazar esposas. No es la telepizza de la muerte que esta
vez haya dejado su encargo a domicilio. A Fernando Buesa no lo
han matado en Vitoria. Lo han matado camino del aeropuerto de
Armilla, en las calles de Córdoba. Fernando Buesa no era de
los socialistas de Alava. Era de los demócratas de España.
Fernando Buesa era de los nuestros. ¿Hasta cuándo va a tener
que seguir pasando el carro de los muertos con una mano fuera
para que sepamos de una vez quiénes son los nuestros? Y
quiénes son ellos.