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El Recuadro

 Antonio Burgos

El Mundo,  sábado 12 de mayo del 2001

       ¿QUIÉN HACE ESTO?


ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


El madrigal de Jesús Aguirre a Cayetana de Alba   

Ayer, a la hora de la siesta, estaban rabiosa y hermosamente moradas las buganvillas de la Casa de las Dueñas, y las tórtolas zureaban sobre las palmeras, en un horizonte de cipreses, fuentes, esculturas romanas y pájaros. Junto a la cerámica de los versos de los recuerdos de un patio de Sevilla de Antonio Machado, evoco ahora allí la figura de Jesús Aguirre en tantas tardes de almuerzos de la primavera. Viene Jesús Aguirre, el más Alba de todos los Albas, por estas galerías. Trae unos zapatos venecianos de terciopelo, como del Quatrocento, y una provocadora combinación de prendas y colores. Trae quizá una chaqueta a cuadros de jubilado americano que juega al golf en Sotogrande, unos pantalones amarillos, unos calcetines verdes, una camisa rosa con los puños desafiantemente abiertos, sin pasadores, por fuera de las bocamangas. Vestía así creo yo que sólo para oírnos:

-- Así sólo pueden vestirse sin que le digan nada El Niño Marchena y vuestra Excelencia...

Porque en nuestras continuas bromas de la Real Academia Sevillana de Buenas Letras nos tratábamos, con sorna, de "excelencia":

-- Excelencia, ¿cuál es la próxima Academia de su colección?

-- Misterio, ah, Excelencia, ahí no podrá hacer de cabestro conmigo cuando ingrese...

Conversar con Jesús Aguirre en las galerías de Dueñas era uno de los secretos lujos de la primavera de Sevilla. Era increíble su rapidez en la frase mordiente, donde ligaba perfectamente a Kant con la última saeta de Manolo Mairena, o una verónica de Curro Romero con el Minotauro de Creta, sin despeinarse... y sin que muchas veces quienes le oían apreciaran aquel tesoro de humanismo y de mordacidad, donde la frase que menos tenía por lo menos una tercera y hasta una cuarta intención. Cayetana sí que se quedaba extasiada. Le encantaba poner las condiciones para que Jesús se mostrara en todo su esplendor y gloria, como en un homenaje de amor:

-- Claro, como vosotros sois intelectuales, comprendéis mejor las cosas de Jesús...

Las cosas de Jesús eran las cosas de Cayetana, al fin y al cabo. Que esto que voy a decir no salga de Europa, pero ahora que ya no podré escucharle más en las mecedoras de la galería de la Casa de las Dueñas me parece que a Jesús Aguirre no le gustaba Sevilla absolutamente nada. Y que por amor a Cayetana, hasta aceptó ("qué horror, Excelencia") la Comisaría de la Ciudad de Sevilla para la Exposición de 1992, cargo que no le trajo más que sinsabores en las minucias de una política local que le traía, como no podía ser menos, absolutamente sin cuidado. Para mí que en aquel madrigal ágrafo en forma de Comisaría de Sevilla, de la Sevilla de Cayetana, no se olvide, encontró Jesús las mayores últimas amarguras de su vida y nadie me quita de la cabeza que las hondas raíces de su muerte. Como Comisario, imaginó la ciudad amada por su mujer, en versión Editorial Taurus, modelo Dirección General de la Música, muy cercana por cierto al Antonio Machado del azulejo de Dueñas: "Dame una Sevilla vieja/que se dormía en el tiempo." Aquella ciudad dormida en el tiempo, con tesoros tartésicos del Carambolo, con monumentos callejeros a Luis Cernuda, con ediciones exquisitas de viejas postales u olvidados poemas, era al fin y al cabo el madrigal de un humanista y mal podía acabar cuando corrían muy malos tiempos para la lírica y muy propicios para las ordinarieces del pelotazo.

Tanto quería Jesús a Cayetana, que hasta se entusiasmaba por lo castizo español. Díganme si no es amor que un tardokrausista, un fin de raza de la Institución Libre de Enseñanza como al fin y al cabo era Aguirre, se entusiasme viendo cofradías, como yo lo he visto, encantado, en una casa de la calle Sierpes, balconeando:

-- Ora salimos a ver el paso de Cristo, ora el de Virgen...

Nadie entre los postgraduados del Colegio Mayor César Carlos o en la iglesia de la Ciudad Universitaria hubiera imaginado a Jesús Aguirre en la Madrugada de Sevilla, ante el paso del Cristo de la Hermandad de los Gitanos, hablando de una "levantá" como quien comenta la última tesis sobre Adorno. Yo lo he visto. Como lo he visto en noches de flamenco y en tardes de toros, viendo bailar a Aurora Vargas, escuchando historias irrepetibles de Enrique el Cojo, o poniéndole el diapasón de musicólogo a los silencios de la Maestranza.

Y si hablo de este madrigal sevillano de Jesús Aguirre a Cayetana es porque lo he conocido en el Palacio de Monterrey, y allí estaba Jesús en todo lo suyo, en su Salamanca de la Universidad de García Calvo y de García Blanco, en los cafés de las tertulias, en las bibliotecas de aquellos sus libros, siempre sus libros.

Cuando atardece en Sevilla, ya se han ido de las palmeras de la Casa de las Dueñas las tórtolas que en la siesta zureaban. Como una terrible premonición, Cayetana había dicho a Juan el portero:

-- Si llama el señor duque, diga que estoy comiendo en la calle, pero no le digan de ninguna forma que me encuentro mal. En la magia del amor, a las mismas horas en que Jesús Aguirre moría en su Madrid de álamos de la Universitaria, Cayetana se había sentido mal. Muy mal. Un médico amigo de la familia fue llamado. Aún no había sonado ningún teléfono llamando desde Liria a Dueñas. Luego ya sonó. Le dijeron que Jesús se había puesto muy grave. Cayetana, que creía firmemente la dulce mentira de que Jesús había vencido al cáncer, seguramente no pudo ya oír el sonido de estos vencejos del atardecer, ay, en este paisaje del madrigal de Jesús a Cayetana.

 

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