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Ayer,
a la hora de la siesta, estaban rabiosa y hermosamente moradas
las buganvillas de la Casa de las Dueñas, y las tórtolas
zureaban sobre las palmeras, en un horizonte de cipreses,
fuentes, esculturas romanas y pájaros. Junto a la cerámica de
los versos de los recuerdos de un patio de Sevilla de Antonio
Machado, evoco ahora allí la figura de Jesús Aguirre en tantas
tardes de almuerzos de la primavera. Viene Jesús Aguirre, el
más Alba de todos los Albas, por estas galerías. Trae unos
zapatos venecianos de terciopelo, como del Quatrocento, y una
provocadora combinación de prendas y colores. Trae quizá una
chaqueta a cuadros de jubilado americano que juega al golf en
Sotogrande, unos pantalones amarillos, unos calcetines verdes,
una camisa rosa con los puños desafiantemente abiertos, sin
pasadores, por fuera de las bocamangas. Vestía así creo yo que
sólo para oírnos:
-- Así sólo pueden vestirse sin que le digan nada El Niño
Marchena y vuestra Excelencia...
Porque en nuestras continuas bromas de la Real Academia
Sevillana de Buenas Letras nos tratábamos, con sorna, de
"excelencia":
-- Excelencia, ¿cuál es la próxima Academia de su
colección?
-- Misterio, ah, Excelencia, ahí no podrá hacer de cabestro
conmigo cuando ingrese...
Conversar con Jesús Aguirre en las galerías de Dueñas era
uno de los secretos lujos de la primavera de Sevilla. Era
increíble su rapidez en la frase mordiente, donde ligaba
perfectamente a Kant con la última saeta de Manolo Mairena, o
una verónica de Curro Romero con el Minotauro de Creta, sin
despeinarse... y sin que muchas veces quienes le oían
apreciaran aquel tesoro de humanismo y de mordacidad, donde la
frase que menos tenía por lo menos una tercera y hasta una
cuarta intención. Cayetana
sí que se quedaba extasiada. Le encantaba poner las condiciones
para que Jesús se mostrara en todo su esplendor y gloria, como
en un homenaje de amor:
-- Claro, como vosotros sois intelectuales, comprendéis
mejor las cosas de Jesús...
Las cosas de Jesús eran las cosas de Cayetana, al fin y al
cabo. Que esto que voy a decir no salga de Europa, pero ahora
que ya no podré escucharle más en las mecedoras de la galería
de la Casa de las Dueñas me parece que a Jesús Aguirre no le
gustaba Sevilla absolutamente nada. Y que por amor a Cayetana,
hasta aceptó ("qué horror, Excelencia") la
Comisaría de la Ciudad de Sevilla para la Exposición de 1992,
cargo que no le trajo más que sinsabores en las minucias de una
política local que le traía, como no podía ser menos,
absolutamente sin cuidado. Para mí que en aquel madrigal
ágrafo en forma de Comisaría de Sevilla, de la Sevilla de
Cayetana, no se olvide, encontró Jesús las mayores últimas
amarguras de su vida y nadie me quita de la cabeza que las
hondas raíces de su muerte. Como Comisario, imaginó la ciudad
amada por su mujer, en versión Editorial Taurus, modelo
Dirección General de la Música, muy cercana por cierto al
Antonio Machado del azulejo de Dueñas: "Dame una Sevilla
vieja/que se dormía en el tiempo." Aquella ciudad dormida
en el tiempo, con tesoros tartésicos del Carambolo, con
monumentos callejeros a Luis Cernuda, con ediciones exquisitas
de viejas postales u olvidados poemas, era al fin y al cabo el
madrigal de un humanista y mal podía acabar cuando corrían muy
malos tiempos para la lírica y muy propicios para las
ordinarieces del pelotazo.
Tanto quería Jesús a Cayetana, que hasta se entusiasmaba
por lo castizo español. Díganme si no es amor que un
tardokrausista, un fin de raza de la Institución Libre de
Enseñanza como al fin y al cabo era Aguirre, se entusiasme
viendo cofradías, como yo lo he visto, encantado, en una casa
de la calle Sierpes, balconeando:
-- Ora salimos a ver el paso de Cristo, ora el de Virgen...
Nadie entre los postgraduados del Colegio Mayor César Carlos
o en la iglesia de la Ciudad Universitaria hubiera imaginado a
Jesús Aguirre en la Madrugada de Sevilla, ante el paso del
Cristo de la Hermandad de los Gitanos, hablando de una
"levantá" como quien comenta la última tesis sobre
Adorno. Yo lo he visto. Como lo he visto en noches de flamenco y
en tardes de toros, viendo bailar a Aurora Vargas, escuchando
historias irrepetibles de Enrique el Cojo, o poniéndole el
diapasón de musicólogo a los silencios de la Maestranza.
Y si hablo de este madrigal sevillano de Jesús Aguirre a
Cayetana es porque lo he conocido en el Palacio de Monterrey, y
allí estaba Jesús en todo lo suyo, en su Salamanca de la
Universidad de García Calvo y de García Blanco, en los cafés
de las tertulias, en las bibliotecas de aquellos sus libros,
siempre sus libros.
Cuando atardece en Sevilla, ya se han ido de las palmeras de
la Casa de las Dueñas las tórtolas que en la siesta zureaban.
Como una terrible premonición, Cayetana había dicho a Juan el
portero:
-- Si llama el señor duque, diga que estoy comiendo en la
calle, pero no le digan de ninguna forma que me encuentro mal.
En la magia del amor, a las mismas horas en que Jesús Aguirre
moría en su Madrid de álamos de la Universitaria, Cayetana se
había sentido mal. Muy mal. Un médico amigo de la familia fue
llamado. Aún no había sonado ningún teléfono llamando desde
Liria a Dueñas. Luego ya sonó. Le dijeron que Jesús se había
puesto muy grave. Cayetana, que creía firmemente la dulce
mentira de que Jesús había vencido al cáncer, seguramente no
pudo ya oír el sonido de estos vencejos del atardecer, ay, en
este paisaje del madrigal de Jesús a Cayetana.
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