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Mi
infancia son recuerdos de un patio de Sevilla, de un patio de
vecinos, calle Pedro Miguel, barrio de la Feria, donde vivía en
sala y alcoba mi abuela Josefa Carmona Falcón, El Viso del
Alcor en la emigración campesina a la Sevilla industrial de los
años 20. Y en ese patio, junto a las pilas de los refregadores
y los comunes fogones del potaje, está abierta la ventana de un
cuarto. Por esa ventana se oye una radio. Esa radio está
describiendo esta escena. Por ella, Concha Piquer está diciendo
que en Sevilla hay una casa y en la casa una ventana. La casa es
esta casa de mi abuela. La ventana, esa ventana de la vecina con
la radio del programa del oyente. Por esa ventana, después del
"No te mires en el río" de Doña Concha, ha sonado,
revuelto con azahares, el "Madre Hermosa" de Juanito
Valderrama. Y ahora el patio florece, porque desde esa radio que
está todo el santo día puesta, Antonio Machín
está llenando de gardenias toda esta limpia humildad de cal y
aljofifa, mientras a lo lejos se oyen las campanas de San Juan
de la Palma.
Y como dicen que la verdadera patria del hombre es la
infancia, comprenderán por qué uno es mucho de Antonio
Machín. Oigo a Machín y la voz morena de sus maracas me
devuelve a ese territorio cierto de una infancia de tranvías,
carrillos de mano, curas con sotana, soldados con gorro de rojo
borloncito en la frente, carne de membrillo en la merienda,
cromos con Bustos y Campanal. Ni El Trío Calaveras, ni Miguel
Matamoros, ni Los Panchos, ni Jorge Negrete, que Jalisco se nos
rajaba porque ya se había secado el arbolito donde dormía el
pavo real. Nuestro no formulado sueño americano era Antonio
Machín. En sus maracas adivinábamos la
hermosura que luego descubriríamos en
Santiago de Cuba, en La Habana, en Trinidad, en la Matanzas
de la Sonora. No lo sabíamos, pero Sevilla era La Habana con un
solo negrito: Antonio Machín, rodeado de una corte celestial de
ángeles de la Virgen que el nombre de ellos lleva, las rotundas
casualidades de Sevilla, en la cofradía que de Los Negritos
llaman.
Hoy le ponen una calle a la nostalgia. Desde hoy habrá en
Sevilla unos azulejos de callejero con el blanco color de dos
gardenias. Este eterno Rey Negro de la Cabalgata de las
Ilusiones y las Nostalgias que fue Machín tiene desde hoy su
calle en Sevilla. El callejero, en el siglo XIX, se abrió a los
héroes, a los mártires, a los políticos. Dedicaban las calles
a unos señores muy antiguos y muy valientes, que nadie sabía
quiénes eran cuando se leía su nombre en las esquinas. Está
muy bien esta reconquista sentimental del callejero. Antonio
Machín tiene ya una calle en la Sevilla que adoptó por segunda
patria en 1939, cuando se vino huyendo de un París al que
llegaba la bota nazi de unas tropas de Hitler que mandaban a los
campos de concentración a los angelitos negros y judíos. Yo le
tenía puesta una lápida inmaterial a Machín en la Plaza
Nueva, en los altos de la que ahora es la Óptica General. Allí
estaba aquel Café Hernal donde debutó con sus maracas,
aquellas maracas que a la noche conocían las fiestas de la
venta del Charco de la Pava, donde marcaban un compás de
bulería con El Chicolarrumba, con Maerilla, con tantos flamencos
de Triana.
Coloco ahora esa lápida de la memoria debajo del nombre de
una calle, abro una ventana, sigue sonando una radio en la
verdadera patria de la infancia. Por esa ventana, desde esa
radio, Machín se desdice a sí mismo y ahora nos está cantando
que se como se vive solamente una vez, la de la memoria, lo que
pudo haber sido siempre es cierto en la nostalgia.
Sobre Antonio Machín, en El
Redcuadro:
Ron
para Machín
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