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Se
habla cada vez más de los burbujas en este cambiante mundo
económico, donde la Bolsa, entre rebotes y desplomes, mirando
por el rabillo del ojo a Wall Street como Aznar a Colin Powell,
lo mismo está pidiendo pañuelos para hartarse de llorar por el
bajón que para pedir la oreja para quien pegó el recorte del
siglo e hizo el milagro de las piedras y el pan de convertir las
pérdidas en beneficios. Las burbujas son como jurisdicciones
exentas en los bandazos de la economía, estados feudales de
pernada, horca y cuchillo de prosperidad, territorios
paradisíacos donde no llegan las borrascas y anticiclones de
ese índice económico con nombre de abono para el campo o de
salón de la Fibes, como es el Ibex 35. En el mundo del maldito
parné, como en los viejos grabados medievales de la rueda de la
fortuna, todo es cambiante y todo está a pique de un repique,
sean nuevas tecnologías, sean viejos pelotazos. Menos las
burbujas. La gente pone el dinero en las burbujas como antes lo
colocaba en acciones de aquellas que les decían que eran rentas
de viuda. La gente mete el dinero en las burbujas con un sentido
casi religioso, invierte en ellas como si comprara perejil para
San Pancracio o la escoba de San Martín de Porres, o como si
fuera a visitar la granadina tumba de Fray Leopoldo de
Alpandeire.
De todas las burbujas, de la que más se habla es de la
inmobiliaria. Al cambio, del ladrillo. Nunca hay nada nuevo bajo
el sol. La ladrillería con que los almohades hicieron la
Giralda es nada al lado de la ladrillería con que se levantan
las torres de los grandes capitales. Todo es siempre cuestión
de ladrillos. Antes se decía:
-- Ese tiene su dinero debajo de un ladrillo.
Ahora, para guardar el dinero debajo de un ladrillo, se
compra el ladrillo, y de los mismos se dice:
-- Ese tiene todo su dinero invertido en ladrillos.
No sé si el ladrillo forma parte de la cesta de la compra
para fijar el IPC, pero debería. El ladrillo es mucho más
decisivo en el índice de precios que el pollo, que es siempre
el que da por saco y fastidia la marrana al Gobierno en su lucha
triunfal contra la inflación. El ladrillo parece que está por
encima del bien y del mal, con una cotización siempre al alza.
Más fuerte que el dólar, el franco suizo y el euro juntos es
siempre el ladrillo.
Hasta que rompan el ladrillo, en esos temores del milenio que
anuncian que la crisis llegará a la burbuja inmobiliaria. Bien
que lo sentiremos aquí. La economía de nuestra tierra está en
buena parte basada en la burbuja inmobiliaria. El ladrillo,
contraviniendo a la ley de la gravedad, está por las nubes.
Toda nuestra economía es una inmensa burbuja. Vivimos del
esplendor de la burbuja inmobiliaria, pero también de la otra
burbuja que no ha sido formulada como tal, la burbuja
turística, que son dos burbujas muchas veces comunicantes.
Burbujas como pompas de jabón, relucientes e irisadas, que un
buen día puede llegar un gracioso y pincharlas. Vivir en una
burbuja, y Andalucía vive en dos de ellas, es como aislarse de
la realidad. Aquí más que inversiones productivas se hacen
siempre burbujas, ande caliente mi cuenta corriente y riáse la
gente, como un homenaje de la economía a Góngora.
En este verano de crisis de bolsas, a la sombra del fantasma
de las Torres Gemelas, dicen que la burbuja turística empieza a
desinflarse. Ojalá no pinchen también la burbuja inmobiliaria.
Ambos peligros son quizá difíciles de alertar, en esta otra
inmensa pompa de jabón que es la propia burbuja de Andalucía,
inflada por los tres billones de presupuesto de nuestra
principal industria, que es la burocracia de la Junta y sus
ventanillas de repartir dinero público a peluz. Menuda burbuja.
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