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Hay
muchas formas de medir el desarrollo de una ciudad: el PIB, la
renta per capita, el consumo de kilowatios-hora o de cemento por
habitante...
-- Pues si es por cemento,
viendo la dureza de algunas caras, aquí debemos de tener un
índice de consumo de cemento y, por tanto, de desarrollo que ni
Suecia y Japón juntas...
Hay otros índices, que no
vienen en los manuales de Economía, pero que son como una
gramática parda de la sociología urbana: si queréis ver por
vosotros mismos el grado de desarrollo de una ciudad y de una
sociedad, visitad sus plazas de abasto e id a sus aeropuertos.
Yendo a la plaza de abasto de una ciudad se hace una primera
comprobación importantísima: si son unos guarros
tercermundistas o más limpios que los chorros del oro. Nada
más oler una plaza de abasto se sabe dónde estamos. Y luego,
basta fachear lo que se compra y se vende en los puestos, si la
cosa va de chopepor o de cinco jotas, de gandinga o de chuletón
de Avila, de jureles o de merluzas de pincho.
Y los aeropuertos. Tú vas a un
aeropuerto, miras el trasiego que tiene aquello, le echas un
vistazo a la pizarra electrónica de llegadas y de salidas y
sabes inmediatamente cómo anda aquello de actividad económica.
Incluso por el tipo de gente que veas en el aeropuerto. Si ves
un aeropuerto lleno de soldados, de monjas y de tíos con pinta
de campo y con muchas bolsas de plástico, malo. Si, por el
contrario, ves aquello empetado de ejecutivos con el maletín y
de señoras imponentes con siete carros de equipaje legítimo de
Louis Vuitton, pues no quiero ni contarte de lo ricos que son.
Acabo de ver los
vuelos que ofrece Valencia en su aeropuerto de Valencia y,
comparándolos con los sevillanos de San Pablo, se me ha caído
el alma a los pies. Valencia, que quedó de cuarterona cuando la
Expo, que parecía que en España no había más ciudades que
Madrid, Barcelona y Sevilla, está ahora donde tiene que estar,
asentada en su
tercer lugar demográfico y económico. Su aeropuerto lo
canta. A pesar del 11-S y de Irak, el aeropuerto de Manises
doblará a partir de abril sus conexiones con el centro de
Europa con el incremento de vuelos a Gran Bretaña, Alemania,
Francia e Italia. También se abrirán nuevos destinos a países
como Túnez, Turquía y Egipto, y saldrán vuelos semanales a
Praga y Budapest. Valencia tiene tres vuelos diarios a París y
cuatro a Londres; tres vuelos diarios a Milán y tres semanales
a Venecia; tres diarios a Alemania; dos diarios a Lisboa. En
cuanto a la Seis, mantiene los vuelos con Suiza que suprimió en
Sevilla. Y a pesar del tren de alta velocidad, cada lunes y cada
martes salen desde Manises 18 aviones con destino a Madrid.
Y eso que Valencia
no tiene la Giralda, la Catedral, el Alcázar, la Feria, la
Semana Santa, el Rocío, las tapas, las copas, los toros y los
hoteles con encanto. O quizá precisamente por eso. Porque
Valencia se ha dejado de cuentos de tocarle los huevos de oro a
las gallinas del turismo y, a pesar de tener la Ciudad de las
Ciencias y de todas sus islas mágicas, sigue siendo la capital
de una región que no ha abandonado su economía agraria e
industrial. Valencia produce, no consume y distribuye, que es
nuestro modelo económico. Y eso se traduce en la actividad de
su aeropuerto, como nuestro modelo de las mil y una noches se ve
en la decadencia de San Pablo. Cada vez que considero cómo
está Valencia, me da envidia. Por si faltara algo, frente a
esta empresa sevillana de los toros que se precia de hacer
carteles copiados de San Isidro, Ruedo Valenciano, la empresa de
allí, aparte de fomentar la cantera de los toreros de la
tierra, ha puesto a Curro Romero como presidente de honor de la
sociedad. Aquí a Curro lo ponemos en un monumento, para que le
hagan fotos los turistas de mugre y mochila que no se gastan un
duro y encima arrancan todas las matas de romero del pie de la
escultura.
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