Antonio Burgos / Antología de Recuadros

Diario 16,  23 de junio de 1993

Antonio Burgos

Aquel regalo de Jean Cau

 

Era alto, distinguido, educadísimo, refinadísimo de lecturas y vivencias. No sabíamos quién era Jean Cau cuando leimos "Las orejas y el rabo" en aquella colección de Plaza y Janés donde luego vinieron novelas sobre minas asturianas, sobre pueblos murcianos de la Cruz. La pregunta se nos quedó muchos años en pie: ¿pero cómo un francés puede saber tanto de Jaime Ostos, cómo un francés se ha podido meter en un coche de cuadrillas en las largas noches de las carreteras de las ferias de agosto? En aquellos años en que la fiesta de los toros no estaba ni mucho menos de moda entre la crema de la intelectualidad, ni había peregrinaciones a las corridas del Sur de Francia, nos sorprendíamos nosotros mismos de que fuera un franchute, Claude Popelin, quien nos enseñara a distinguir un quite por delantales de una chicuelina, que nos enseñaba su Tauromaquia desde las clases prácticas de un libro de Rialp. Me parece recordar ahora que fue Carlos Luis Alvarez quien me recomendó la lectura iniciática de aquel libro, haciendo que memorizara el nombre del autor:

--- Si, Popelín, como la tela de las camisas...

Luego a Jean Cau nos lo descubrió un compañero ecijano, siempre entre Bartolo, que era Jiménez Torres, y Jaime, que era Ostos:

--- No veas lo que sabe de Jaime este francés, que se ha pasado las noches en el coche, almohada con almohada con Julio Pérez Vito, con Blanquito y con Luis González...

Cuadrilla de ensueño para una época del toreo ya amarilla por el tiempo, que evocamos con el autor de aquella novela de Plaza y Janés cuando, hace pocos años, conocimos a Jean Cau en una Sevilla que era casi tan de él como nuestra. Entendimos entonces muchas cosas, cómo hay una Francia que siempre valoró nuestras cosas más que nosotros mismos, unos escritores franceses que hicieron letrada nuestra afición, catecismos literarios, ripaldas taurómacos que nos metieron la inquietud para enfrentarnos con esa "Summa Theologica" que es y serás siempre el Cossío.

Pero si Jean Cau era un buen aficionado para los ambientes taurinos del Hotel Colón, del Bécquer, del bar de Los Tres Reyes, para la Sevilla de la delincuencia era un simple turista francés. Eran años de enorme violencia callejera en Sevilla, donde al turista que no le daban el tirón y le quitaban el bolso, le pegaban el semaforazo en el coche, rompiéndole los cristales y llevándose cuanto pudieran. A Jean Cau le cayó la última modalidad dicha de aquella lacra. El hispanista asaltado por los bandoleros del siglo XX en los caminos de toros y cante. Le dieron el semaforazo en su coche y lo dejaron como el que se está bañando. Jean Cau ya era el escritor senior que ahora se nos ha muerto, ya tenía ya su prestigiosa, reposada sección en "Parí Match". Cuando me contó su triste lance le dije:

--- Me imagino que los ladrones ya te han dado el artículo de esta semana hecho...

Y me dijo, con aquella elegancia, con aquella finura, con aquel respeto por las cosas de España, que no era otra cosa que el amor de un hispanista:

---- No, en absoluto... ¿Cómo voy a contar lo que me ha pasado, para que no vengan más franceses a Sevilla? Guardaré silencio, como en la Maestranza, porque aquí he aprendido mucho de vuestros silencios. Considera que mi silencio sobre esta desgracia es un regalo que yo quiero hacerle a Sevilla, por el mucho gozo que me ha dado...

Volvió, con ilusión renovada de escritor de primer libro, trayendo bajo el brazo no aquella denuncia que su caballerosidad nunca podía formular, sino una declaración de amor a la ciudad en forma de novela. Aquel trozo de su emoción y de su ilusión se llamaba "Por sevillanas". Hoy, Jean Cau, por sevillanas también, algunos amigos te evocamos como el maestro de nuestra afición a los toros que fuiste, como el ejemplo aquel de amor a Sevilla que, con tu silencio, nos diste. Aquel regalo que le hiciste a Sevilla, del que nadie se enteró ni que se lo habías hecho, y que fue una suprema lección de elegancia sin palabras.

 

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