Antonio Burgos / Antología de Recuadros

Diario 16, 2 de diciembre de 1992

Antonio Burgos

Aquel 4 de diciembre

 

Dicen que hace ya quince años. Lo creemos. Pero puede que sean veinte, treinta. O que nunca existiera aquel día, más que en la ilusión de la memoria y en la esperanza del futuro. Si lejos está otra fecha grabada por dentro en el anillo de Andalucía, el 28 de febrero, ¿dónde habrá de estar aquel 4 de diciembre ya tan lejano como la batalla de la Janda o el fusilamiento de Torrijos? ¿Existió alguna vez el 4 de diciembre? ¿Quién se acuerda ya de aquel muchacho, García Caparrós, que murió por querer poner una bandera andaluza en el balcón del centralismo? Andalucía se ha olvidado ya hasta de sus héroes civiles, de los muertos dejados atrás en el largo y penoso camino de la autonomía que tantas fatiguitas costó conseguir. Los que aquella mañana de banderas y canciones encabezaban la manifestación, ¿dónde están? Hasta han desaparecido algunos de los partidos que representaban. Evoco ahora la cabeza de aquella manifestación en Sevilla y me parece como sacada de las páginas amarillas de un libro de historia que el tiempo haya borrado. Van don José de la Peña, Fernando Soto, Benítez Rufo, Manuel Fombuena, Luis Uruñuela, José Manuel Tassara, Eduardo Saborido... Detrás vienen los niños que llevan la bandera que Luisa Infante guardó en "Villa Alegría", la casa de Don Blas a orillitas del río, como la ilusión de un vestido de novia, las nupcias que hubo un día entre Andalucía y la esperanza. ¿Dónde están los niños y niñas que llevaron la bandera?

Si ahora las largas avenidas, las alamedas de la esperanza, se llenan de banderas, de pancartas, de gritos, es para protestar contra lo que la autonomía no remedió. Nos creíamos que aquellas iban a ser las últimas manifestaciones del agravio andaluz, que nuestra tierra iba a sacar el carné de identidad de la mayoría de edad política y que no iba a tener que pedirle más dinero a Papá Centralismo , que se iba a ir a vivir a una casa nueva, a la que llamábamos esperanza. Paz y esperanza era el lema de aquella mañana. Paz sí tenemos y bendito sea Dios. La esperanza, que es lo último que se pierde, nos parece que la perdió Andalucía entre sueños hace ya muchos años. Porque ahora aquellas avenidas, aquellas alamedas, vuelven a llenarse, sí, de gritos, de banderas, de pancartas. Pero ya desilusionadamente. Pasan ahora por la avenida de Cádiz los obreros del Astillero que cerraron. Recorren Málaga los empresarios acosados y derribados a impuestos. Llenan la avenida de Sevilla los funcionarios, los enseñantes, los trabajadores de la Sanidad. Los problemas no solamente no se han arreglado, sino que muchos han engordado. La manifestación de las tablas de la renta per capita y del producto interior bruto siguen haciendo la más preocupante protestación de fe en Andalucía. Seguimos siendo la tierra más atrasada y cada vez nos vamos alejando más de las regiones más ricas. A Cataluña y al País Vasco es que no le vemos ya ni la matrícula. Conseguimos cuanto el pueblo pedía, a un alto precio, nos dieron las llaves del cortijo, pero subarrendamos las tierras y llegaron unos amos que no creían en la agricultura. Pusimos en el cartel a unos diestros que eran miembros de la asociación protectora de animales. Aquellas banderas de rebeldía, de reivindicación, casi han perdido el contenido. Hoy están como símbolos muertos ondeando en el balcón de unos centros oficiales tan alejados de la realidad andaluza como antes andaba Madrid. Ni el paro acabó, ni el subdesarrollo, ni la cultura milenaria del pueblo viejo y sabio sirvió para algo más que para la más triste resurrección de los tópicos folklorizantes. Hemos puesto en nómina la peineta de la Martirio y el quejío de Lebrijano, pero no ha habido voluntad de protagonismo político, y nos preside ahora quien tiene como máxima meta causar las menores molestias posibles al gobierno de Madrid. ¿Quince años sólo de aquel 4 de diciembre? Pero si yo creía que había pasado ya una eternidad...

sin esperanzas...


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