Antonio Burgos / Antología de Recuadros

El Mundo, 8 de noviembre de 1996

Antonio Burgos

Balada de Frida Knight

 

A veces una película cabe en catorce líneas de periódico: «Ayer se cumplía el último deseo de una brigadista inglesa. Sus cenizas fueron difundidas al pie del Puente de los Franceses. Frida Knight vino en 1937 a Madrid y colaboró durante la guerra civil como intérprete y periodista con la oficina de prensa republicana. Al acto asistieron varios brigadistas, que cantaron La Internacional y Puente de los Franceses. Frida Knight murió hace cinco semanas, a los 85 años.»

1937. Exterior. Día. Frida lee en su país que en España hay un valle llamado Jarama. Fondo de tonos dorados del otoño madrileño. Choperas entre alambradas. Frente de la Universitaria. Por la Gran Vía desfilan hacia las trincheras del Parque del Oeste unos hombres llenos de utopías, con gorrillas rusas, con canadienses de piel. Llevan armas automáticas y los niños que entre hambres y miedos los ven pasar, oyen cómo les dicen que vienen a salvar a la República. Luego hay un tren que huele a botas de soldados, y a latas de sardinas, y cuplés de Angelillo con jacas que galopan y cortan el viento, cuando llega a la estación una inglesa elegantona, rubia, bella, como una señorita de la residencia de la Institución Libre de Enseñanza. Lleva un sombrerito y una maleta de piel. La esperan unos compañeros. No sé el nombre de su Brigada. Sólo sé que ayer enterraron a dos camaradas y pusieron sobre sus ataúdes una bandera que no era la Union Jack, sino que tenía casi estos mismos colores del vino, de los chopos del otoño, del ramito de violetas que entregan ahora a Frida.
1938. Interior. Día. Frida vive en una pensión con olor a coles en la escalera de madera, y la patrona le cuenta que tiene un hijo soldado en Regulares, y que quizá esté al otro lado en la Universitaria. Frida cambia pronto las cretonas inglesas de sus vestidos por el mono de miliciana, tan guapa. Va a su oficina de prensa en la Telefónica, y si no suena la alarma ni tiene que bajar al refugio, allá que pasa la mañana. Vienen periodistas americanos con crónicas de hablan de Teruel. Frida va a tabernas de carteles de toros y frascas de vino, donde un francés canta la canción que pone nombre a sus sueños. Es la música de los cuatro muleros que van con artolas de artillería a un río de sangre: Puente de los Franceses... Frida le ha puesto el nombre de España a sus sueños. Y a su amor. Son los largos días del miedo y del amor, noches de sirenas, de focos y del torso desnudo de un muchacho de rizos y alegría que está en la plana mayor del Quinto Regimiento. Hasta que llega la orden de repatriación. Queda en España su amor, su vida. Frida la rehace en Inglaterra como puede, soñando nostalgias de un amor y de una guerra.

1996. Interior. Día. Cerca de Manchester, una anciana está muriendo en el hospital. Su nieta, en la casa vacía, curiosea papeles y recuerdos de la abuela. Su amarillenta foto con un español en uniforme de comisario. Un libro de Lorca donde guarda unas secas violetas. Y con aquella carta que ahora lee, donde le cuentan a Frida la muerte de un comisario en el Puente de los Franceses, comprende por qué la abuela quiere que, cuando muera, arrojen sus cenizas en España. Frida Knight aún le llamaba España a todo lo hermoso que en la nostalgia de un amor soñaba.


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