Antonio Burgos / Memoria de Andalucía

El Mundo de Andalucía, 18 de mayo de 1997

Antonio Burgos

Las novilladas de mayo

 

Los vencejos también se iban haciendo aficionados cuando bajaban aquellas tardes hasta el albero de la plaza de los toros. Los vencejos, como nosotros, jugaban a los toros. En la azotea organizábamos las corridas, en las que siempre había uno que quería ser el picador, caballero en la caña de una escoba que cogíamos en la cocina, y otro hacía de toro, las dos manos abiertas , siempre más playero que corniveleto, con los dedos índices apuntando como dos pitones sobre la ropa de la mesa de camilla que, con un palitroque quitado a cualquier silla vieja, hacía de muleta. Hasta una cornamenta nos trajeron de regalo un día, una criada que le hablaba al del carro de la lechería, que nos la trajo de alguna vaquería de por Santiponce o La Algaba. Los dos cuernos estaban embutidos en un alma de madera vieja, y daba pavor hasta tocarles la punta de los pitones, marfil blanquecino en aquellas cepas oscuras.

-- Esta cornamenta es de una vaca...

-- No, es de un novillo que ha matado Jaime Malaver...

-- Que no, que es de una vaca, es igual que la de los cabestros.

-- Pero, ¿se embiste bien con ella o no se embiste?

-- Muy bien...

-- Pues tú sigue haciendo de toro, que verás qué manoletina te voy a dar ahora, pero no me vayas a meter la cuerna por el pecho, que te conozco...

-- Ya verás tú como mañana, cuando vayamos al manifiesto de la novillada, los toros no tienen los cuernos como esta cornamenta, que es de vaca...

Y el sábado a la tarde, que había vacación en el colegio, cogíamos por la calle de la Mar a la calle Adriano, y por aquella puerta de la calle Gracia Fernández Palacios, puerta torera pintada de rojo de aceite, entrábamos al manifiesto de la novillada del domingo. La palabra nos sonaba casi a santificación de nuestra afición de niños por los toros. Manifiesto era cuando ponían el Santísimo en la custodia en el colegio de la calle Guzmán el Bueno, y las niñas llegaban con los largos velos de tul que le arrastraban hasta el suelo, por el patio de mármol y pilistras, cantando:

Vamos niños, al sagrario,

que Jesús llorando está,

pero en viendo tantos niños

muy contento se pondrá...

Los que nos poníamos contentos éramos nosotros los sábados, cuando entre gritos y corriendo subíamos aquellas escalerillas que llevaban a la baranda de los corrales desde la que se veían los seis novillos que se iban a lidiar el domingo. Siempre había un viejo aficionado que nos reñía:

-- Niños, que vais a asombrar a los toros...

Estaban allí abajo, entre un olor de estiércol y pienso, acostado el uno, y nos daban ganas de llamarlos, éje, toro, pero había un empleado de la plaza que no nos quitaba ojo de encima:

--- Mira ése blanco y negro...

--- No, se dice burraco...

--- Bueno, pues mira ése burraco, qué bonito es...

Siempre nos traían una entrada de oficio para poder ir a la novillada del domingo, novilladas de mayo entre vencejos, en las que la plaza era como un patio de colegio donde unos niños ya mayores, con el vestido de luces apagadas que les había alquilado Pavón, jugaban de verdad al toro. Con el convite de sombra había que entrar por la grada del 9, pero una vez allí nos saltábamos el balconcillo y nos poníamos en el tendido, sin que nos viera un viejo empleado de la plaza, que se ponía junto a la verja que separa al 9 del sol, para impedir que nos coláramos por dos veces: con entrada de oficio y, encima, en tendido.

Eran tardes de pueblo en la plaza. Los novilleros venían de los pueblos del Aljarafe, de La Algaba, de Alcalá. O de los barrios. Los anunciaban con el barrio o el pueblo de cada uno debajo del nombre. Allí vimos a Antonio Cobos, a Manolo Zerpa, a uno que nos entusiasmaba por el nervio que tenía toreando, por el valor y el arrojo, que se llamaba Manuel Rodríguez y le decían El Pío. Manuel Rodríguez, como El Coriano, que tan mala suerte tuvo con las cornadas. Muchos de ellos habían salido en las novilladas del diario "Sevilla". Las organizaba el periódico de la Falange y ponían a los aficionados que más cupones con su nombre recibiera. Cada día en el periódico venía un cupón, que había que recortar y mandar al periódico, a la calle Santander, junto a la puerta de la Casa de la Moneda, con el nombre del torero que se quería que pusieran. Junto al puesto de Paco el de los periódicos había siempre un chiquillo con unas tijeras. Lo había puesto Elías el Barbero, que quería sacar a Antonio Codeseda. A todo el que se acercaba a comprar el "Sevilla" le decía:

-- ¿Me deja usted que corte el cupón para que toree Codeseda?

Así salió Manuel Álvarez "El Bala", aquel al que luego un toro le dio una cornada que le gangrenó una pierna y tuvieron que cortársela, y le dieron un beneficio, y le pusieron una cafetería por la Gran Plaza, y se comió la cafetería. El Bala era más eléctrico todavía que El Pio. El Bala estaba loco. Bala... el nombre lo decía todo. Estaba como Bengala, aquel banderillero gitano que, como Torerito de Triana, salía con tantos novilleritos nuevos. El Bala hasta puso una vez banderillas desde una silla, como Rafael el Gallo, no veas la que formaron para encontrar la silla que pedía El Bala, que se la tuvieron que quitar a un señorito de los que estaban sentados en el palco del Aero Club. El Bala puso el par de banderillas y la silla fue a tomar por saco de la corná que le pegó el novillero.

Los vencejos seguían bajando a la plaza, mientras estaban allí Ruperto de los Reyes, o Trincheira, o Montes. Montes había sido monaguillo de la Virgen de los Reyes y ahora quería ser torero. También había jugado al toro en la calle o en la azotea y ahora estaba allí abajo, con un traje alquilado y con unas medias como las de todos aquellos novilleros, muy blancas, muy blancas, de tantos lavados. En el tendido 12 había una pancarta de los amigos de uno de Olivares. Los vencejos de aquellas tardes de mayo nos iban diciendo que, como Montes, tampoco llegaría ser torero.

 

 


 

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