Antonio Burgos / Memoria de Andalucía

El Mundo de Andalucía, 29 de setptiembre de 1996

Antonio Burgos

Rafael Gordillo, niño de riada y refugio

 

En el zaguán, hasta treinta contadores de la luz. Treinta vidas en aquellas sombras de los corrales de vecinos. Patios que nunca sacaron los Quintero en sus comedias, porque eran la tragedia con cal y macetas de yerbaluisa, mientras El Niño Marchena canta en la radio. Suelo de losas de Tarifa para cazar zapateros en verano, cañita en el breve charco del agua que caía de las comunales pilas de refregadores y tacos de jabón verde. Patios para ver llegar al ditero, con sus piezas de tela al hombro, su libreta de apuntes en la mano, las palomillas de los dos tornillos sujetando las hojas que con tan grandes fatiguitas había que ir quitando de enmedio semana a semana. Girón ha puesto el salario mínimo en 18 pesetas. A aquella ciudad le llegó un día, ángel exterminador o baño purificador, la riada. Todos los besos de las películas del cine Arrayán cabían en aquel beso del muchacho que le hablaba a la niña de la Josefita, y que se despedía de ella en el zaguán de los contadores. Todas las riadas de la historia caben en una riada, como aquella angustia de la ciudad de noviembre. El tiempo era tan lento que se medía por riadas. El abuelo murió en la riada del 48, que tuvieron que ir en barca a la funeraria con los papeles del Ocaso, y se reflejaba en las aguas el rótulo de la calle que decía Rafael Santisteban: "La Nueva, Servicio Permanente, Conde de Barajas 1."

El agua llegaba con un silencio de apagón de restricciones. Antes, la alarma del rumor: "Los soldados están poniendo sacos terreros en el muro de contención, pero no quieren que se sepa..." Había una resignación de pueblo perseguido en aquellos largos inviernos de lluvia y verdina, que acababan con aquella angustia de los muebles flotando en los pisos bajos, los vecinos acomodándose como podían en los principales. Se hacía difícilmente de día, y llegaban las barcas con barras de pan, que no podían entrar las mulas de los panaderos de Alcalá con sus angarillas de lona blanca. Y siempre había un camión del Ejército con un cura que repartía mantas. Nadie sabía de dónde salían aquellas escaleras que ponían para entrar por los balcones. O tantos carros andando, el mulo con el agua por la panza, la gente en pie en las bateas con un capote de hule de los que vendían colgados en las puertas de las tiendas de la Alcaicería.

Tras la riada vino la ciudad de los refugios. Al Matadero, a la Cochera de los Tranvías, al Colegio de los Ciegos fueron llegando los que se habían quedado sin casa por la riada. La cama del ajuar, el ropero, los colchones con los cuatro trapitos dentro, la canasta con las ollas y los lebrillos, un baño de cinc, para allá para el refugio que iba todo de cualquier manera. La huida que no hubo en los barrios cuando entraron los nacionales se producía entonces. Llegaba la ruina, real o fingida, tras las aguas, y los trianeros, pongo por caso, eran arrojados por una municipal espada de fuego de su paraíso del arrabal para ser llevados al refugio. La miseria del corral daba paso a la angustia de las mantas que separaban a las familias en los refugios.

Aquella riada, la última, la mayor, fue la gran coartada para acabar con los corrales, y no por razones que el sentimiento dictara. Media ciudad, viejos barrios de la Puerta Carmona, de La Calzada, de San Bernardo, de la Feria, entró en ruinas con aquella riada que reblandeció los cimentos y cuarteó los muros. El Ayuntamiento se convirtió en el gran casero de los pisos que daban el gobernador y los sindicatos. Los vecinos de los corrales, que pagaban 40, 50 duros por sala y alcoba, ocupaban un espacio sobre el que se podían levantar muy buenos bloques de pisos. Cada corral fue solar apetecible cuando el sol que siguió a la riada encendió las luces del negocio. Bastaba un muro amenazante para que llegaran los bomberos, apuntalaran la fachada y dictaminaran ruina inminente. El Ayuntamiento subía a los vecinos a un camión y se los llevaba a los refugios. El corral quedaba listo para ser derribado y hacer pisos que amueblara Rodri.

El refugio era el purgatorio que había que pasar antes de llegar a la gloria bendita del piso de los Sindicatos. Siempre me pregunté cuál era el tirón simbólico de Rafael Gordillo. Qué sentía el campo cuando uno de los nuestros, con las medias caídas, avanzaba con la pelota. Ahora que los tamarguillos arrían la memoria, comprendo que Gordillo fuera el símbolo del Polígono. Hay un chiquillo al que una tarde lluviosa sacan con su familia de un corral en ruinas de la Puerta Osario. Van a la Cochera de los Tranvías. Han perdido las salas del corral y ahora unas mantas separan las dos piezas donde han de vivir, la cocinilla de petróleo, el servicio fuera, mucha gente que ni se conoce. Los chiquillos juegan, pero los padres pasan un calvario. Hasta que les dan el piso del Polígono, y menos mal que juntan las 30.000 pesetas de la entrada. Días de amargura y de alegría, el piso nuevo es muy bonito, y tiene hasta cuarto de baño, pero está tan lejos de la Puerta Osario... Rafael Gordillo, del corral al refugio, del refugio al Polígono, ahora no sabe nada de eso. Ahora está feliz. Juega en la plazuela, anchos campos de albero del Polígono. Le da tan bien a la pelota, que ya juega en el San Pablo. Cuando una de estas tardes llegue Rafael Cruz, el de los juveniles del Betis, y se fije en Rafael, probablemente no sabrá que ha elegido al niño triste de la ciudad de la riada y los refugios que llegará a ser un símbolo del Polígono. Representará la superación de todas nuestras tristezas. Iriondo ahora está con la gabardina en el banquillo, coge la pelota Rafael. El campo se viene abajo. Yo sé por qué. La vieja del candilejo de petróleo que sigue haciendo el puchero entre una manta y un cobertor cogidos con alfileres de la ropa en la Cochera de los Tranvías me está diciendo que no conviene olvidar lo mal que lo pasaron nuestros padres.


 

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