Antonio Burgos /  Recuadros de Semana Santa

Recogido en el libro "Sevilla en cien recuadros"


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Bocina de la Hermandad del Cristo de Burgos, con el antiguo escudo del Gallo y la Columna de la cofradía

El gallo y la columna

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En la plaza estaban los cuatro grandes árboles románticos, el quiosco de azulejos aún con el recuerdo de "El Liberal", los bancos de cerámica con los soldados del cuartel de los Terceros, la banda de Salteras, con las gorras quitadas y Alfonso Borrero igualando a su cuadrilla frente a donde vivía el arquitecto. Más cerca de la iglesia, dentro de la plazoleta y de la estrecha calle del tranvía, estaban ya los niños esperando la salida de la cofradía, y olía profundamente a barrio.

Por calles de naranjo y cal empezaban a llegar los nazarenos, la papeleta de sitio asomando por el cinturón amarillento de esparto, las negras sandalias, el paso apresurado. Iban entrando por la puerta de la sacristía, en aquella calle estrecha de paqueterías y cosarios, de señores y conventos. Era estrecha la puerta y breve el patinillo que a ella se abría, donde ya estaban los hermanos más madrugadores echando el penúltimo cigarrito, el capirote quitado bajo el brazo que dajaba ver en todos el arte maternal con que habían aprendido a taparse con un pañuelo extendido y remetido las correas del cinturón de esparto. Todos llegaban, y al cruzar la puerta se quitaban el capirote, y todos dejaban ver el cuello blanco de la camisa virilmente abierto sobre la tirilla de la túnica, como detenido en una fotografía antigua.

Pasaban a la iglesia por la sacristía de muebles de caoba y crucifijos de marfil, de cajoneras con los colores litúrgicos y el mármol aquel de la piletilla donde sólo caía el agua sobre manos consagradas. Llegaban a la iglesia y al Cristo siempre le estaban encendiendo los cuatro hachones, y la Virgen ya tenía abiertos sus negros, anchos ojos ante la luz de la candelería, mirando al cielo del retablo mayor. Llegaban los nazarenos ante los pasos, y unos le rezaban primero al Cristo, y los otros primero a la Virgen. ¿Qué le decían en aquel breve silencio del capirote bajo el brazo, y por qué aquella elección del Uno antes que la Otra?

Y cuando se daban cuenta, ya había empezado un revuelo de priostía que acercaba escaleras a los pasos, abría cancelas de altares de insignias, arrastraba sobre el mármol los cajones de los cirios que vendía cada año don Marcelino, precio especial para la hermandad. Y cuando se daban cuenta, ya estaba un hermano, Eulogio, o Modesto, o Enrique, leyendo la lista, y todos, atentos, casi se la sabían de un año para otro, por lo que los del paso de Virgen aún se volvían a la sacristía, entre los plumeros del casco de gala de los guardias municipales y el frac del concejal de la presidencia, al último cigarrito, a aquellos nervios del cuartito aquel de la larga cola.

Y la iglesia se iba llenando de varas y de insignias que agolpaban breves tramos de cirios ya encendidos, ahora el capirote puesto y el antifaz levantado. Y por la sacristía se oía entrar un río de voces destempladas y pisadas de alpargatas, y Alfonso los mandaba callar y meterse debajo de los faldones. Y subía un cura al púlpito, y no había acabado de hablar cuando sonaba el órgano y pasaban, felices y dominadores, los de la presidencia de la Virgen, el marqués, don Ernesto, Manolo, las varas doradas, la cara de satisfacción no oculta. Y ese hermano cuyos nervios habían aparecido en mangas de camisa hacía un instante sobre el monte de claveles del Cristo, en una escalera, estaba ya con la túnica, de arriba a abajo, el palermo en una mano, la nómina en la otra, ordenando aquella exacta sucesión del rito.

Y era cuando Villalba ya estaba cantando en el alto órgano, perdona a tu pueblo, Señor, que se abrían las puertas, y sus goznes hacían sentir a todos el repeluco antiguo de la memoria, el mismo que ahora siento, que se están de nuevo abriendo las puertas y está fuera la luz de la tarde, el balcón del dentista, un tranvía que se ha detenido frente al puesto de recova. Nos bajamos el antifaz del capirote ya puesto, el diputado de tramo nos enciende el cirio, lo ponemos al cuadril, el airecillo de la calle nos da ahora a través de la túnica. Llevamos la mano derecha sobre un antifaz que tiene un escudo con un gallo y una columna.

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